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31 ago 2015
Cuando el amor es odio
no-disgregación, interacción, eternidad, o principio
No-Nulidad después de la muerte
Es Inmortalidad
Fragmento XXIII
TAO-TE KING
Dr. Oliver Sacks
Muere Oliver Sacks, explorador de la mente y la tolerancia
El neurólogo y escritor británico fallece a los 82 años. Padecía un cáncer terminal
El milagro de la identidad positiva
Mi tabla periódica
Mi tabla periódica
Me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas
Espero con entusiasmo, casi ansiosamente, la llegada semanal de revistas como Nature y Science, y me dirijo inmediatamente a los artículos sobre ciencias físicas, y no, como tal vez debería, a los que tratan de biología y medicina. Las ciencias físicas fueron las primeras en fascinarme siendo niño.
En una reciente edición de Naturehabía un apasionante artículo del físico Frank Wilczek, ganador de un premio Nobel, sobre una nueva manera de calcular las masas ligeramente diferentes de los neutrones y los protones. El nuevo cálculo confirma que los neutrones son muy poco más pesados que los protones (la ratio entre sus masas es de 939,56563 a 938,27231). Se podría pensar que la diferencia es insignificante, pero si no fuese así, el universo, tal como lo conocemos, nunca habría llegado a desarrollarse. La capacidad de calcular algo así, dice Wilczek, “nos anima a predecir un futuro en el que la física nuclear alcanzará el nivel de precisión y versatilidad ya logrado por la física atómica”, una revolución que, por desgracia, yo nunca veré.
Francis Crick estaba convencido de que “el problema difícil” —entender cómo el cerebro produce la conciencia— estaría resuelto en 2030. “Tú lo verás”, solía decirle a Ralph, mi amigo neurólogo, “y tú también, Oliver, si llegas a mi edad”. Crick vivió hasta avanzados los 80 años, trabajando y pensando sobre la conciencia hasta el final. Ralph murió prematuramente, a la edad de 52 años, y ahora yo sufro una enfermedad terminal a los 82. Debo decir que no tengo demasiada experiencia con el “problema difícil” de la conciencia. La verdad es que no lo veo como un problema en absoluto, pero me entristece no ser testigo de la nueva física nuclear que vislumbra Wilczek, ni de otros miles de avances en las ciencias físicas y biológicas.
Vi el cielo entero “salpicado de estrellas”. Me hizo darme cuenta de repente de qué poca vida me quedaba
Hace unas semanas, en el campo, lejos de las luces de la ciudad, vi el cielo entero “salpicado de estrellas” (en palabras de Milton). Un cielo así, imaginé, solo se debía de poder contemplar en altiplanos secos y elevados como el de Atacama, en Chile (donde se encuentran algunos de los telescopios más potentes del mundo). Fue ese esplendor celestial el que me hizo darme cuenta de repente de qué poco tiempo, qué poca vida me quedaba. Para mí, mi percepción de la belleza del cielo, de la eternidad, estaba asociada indisolublemente a una sensación de fugacidad y muerte.
Dije a mis amigos Kate y Allen: “Me gustaría ver un cielo así cuando esté muriendo”.
Ellos me respondieron: “Nosotros empujaremos la silla de ruedas”.
Desde que en febrero escribí que tenía cáncer con metástasis, los cientos de cartas recibidas, las expresiones de cariño y aprecio, y la sensación de que (a pesar de todo) he vivido una vida buena y provechosa, me han consolado. Estoy muy feliz y agradecido por todo ello, pero nada me ha impactado tanto como lo hizo aquel cielo nocturno cubierto de estrellas.
Desde mi infancia he tenido la tendencia a afrontar la pérdida —pérdida de personas queridas— recurriendo a lo no humano. Cuando, siendo un niño de seis años, me enviaron a un internado a principios de la II Guerra Mundial, los números se hicieron mis amigos; cuando regresé a Londres a los 10, los elementos y la tabla periódica se convirtieron en mis compañeros. Las épocas de tensión a lo largo de mi vida me han llevado a volverme, o a volver, a las ciencias físicas, un mundo en el que no hay vida, pero tampoco muerte.
Y ahora, en este punto crítico, cuando la muerte ya no es un concepto abstracto, sino una presencia —demasiado cercana e innegable— vuelvo a rodearme, como cuando era pequeño, de metales y minerales, pequeños emblemas de eternidad. En un extremo de mi escritorio, en un estuche, tengo el elemento 81 que me enviaron unos amigos de los elementos de Inglaterra; en el estuche dice: “Feliz cumpleaños de talio”, un recuerdo de mi 81º cumpleaños, el pasado julio. Y después está el reino dedicado al plomo, el elemento 82, por mi 82º cumpleaños, que acabo de celebrar a principios de este mes. En él hay también un pequeño cofre de plomo que contiene el elemento 90: torio, torio cristalino, tan bello como los diamantes, y, por supuesto, radioactivo (de ahí el cofre de plomo).
Tengo náuseas y pérdida de apetito; escalofríos de día y sudores de noche; y un cansancio generalizado
A principios de año, las semanas después de enterarme de que tenía cáncer, me sentía muy bien a pesar de que la mitad de mi hígado estaba invadido por la metástasis. Cuando, en febrero, se aplicó a mi enfermedad un tratamiento consistente en inyectar gotas minúsculas en las arterias hepáticas (un procedimiento conocido como embolización), me encontré fatal durante un par de semanas, pero luego me sentí fenomenal, cargado de energía física y mental. (Casi todas las metástasis habían sido aniquiladas por la embolización). No se me había concedido una remisión, pero sí un descanso, un tiempo para profundizar amistades, visitar pacientes, escribir y volver a mi país natal, Inglaterra. Entonces la gente apenas podía creer que estuviese en fase terminal, y yo mismo podía olvidarlo fácilmente.
Esa sensación de salud y energía empezó a decaer cuando mayo dejó paso a junio, pero pude celebrar mi 82º cumpleaños por todo lo alto. (Auden solía decir que uno debería celebrar siempre su cumpleaños, no importa cómo se encuentre). Pero ahora tengo un poco de náusea y pérdida de apetito; escalofríos durante el día y sudores por la noche; y, sobre todo, un cansancio generalizado acompañado de agotamiento repentino cuando hago demasiadas cosas. Sigo nadando a diario, aunque ahora más despacio, ya que estoy empezando a notar que me falta un poco el aliento. Antes podía negarlo, pero ahora sé que estoy enfermo. Un TAC realizado el 7 de julio confirmó que las metástasis no solo se habían reproducido en el hígado, sino que se había extendido más allá de él.
La semana pasada empecé un nuevo tipo de tratamiento: la inmunoterapia. No está exenta de riesgos, pero espero que me proporcione unos cuantos buenos meses más. No obstante, antes de empezar con ella, quería divertirme un poco haciendo un viaje a Carolina del Norte para ver el maravilloso centro de investigación sobre lémures de la Universidad de Duke. Los lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50 millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza curiosa.
Junto al círculo de plomo de mi mesa está la tierra del bismuto: bismuto de origen natural procedente de Australia; pequeños lingotes de bismuto en forma de limusina de una mina de Bolivia; bismuto fundido y enfriado lentamente para formar hermosos cristales iridiscentes escalonados como un poblado hopi; y, en un guiño a Euclides y la belleza de la geometría, un cilindro y una esfera hechos de bismuto.
El bismuto es el elemento 83. No creo que llegue a mi 83º cumpleaños, pero hay algo alentador en tenerlo cerca
El bismuto es el elemento 83. No creo que llegue a ver mi 83º cumpleaños, pero creo que hay algo esperanzador, algo alentador en tener cerca el “83”. Además, siento debilidad por el bismuto, un humilde metal gris, a menudo desdeñado e ignorado, incluso por los amantes de los metales. Mi sensibilidad de médico hacia los maltratados y los marginados se extiende al mundo inorgánico y encuentra un paralelo en mi simpatía por el bismuto.
Es casi seguro que no seré testigo de mi cumpleaños de polonio (el número 84), ni tampoco querría tener polonio cerca de mí, con su radiactividad intensa y asesina. Pero en el otro extremo de mi mesa —de mi tabla periódica— tengo un bonito trozo de berilio (elemento 4) elaborado mecánicamente para que me recuerde mi infancia y lo mucho que hace que empezó mi vida próxima a acabar.
Oliver Sacks es profesor de neurología en la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York. Su último libro es la autobiografía On the move (En movimiento). Este artículo se publicó originalmente en The New York Times
© Oliver Sacks, 2015
Traducción de News Clips.
Un científico de letras
Un científico de letras
La escritura era para él tan necesaria como su investigación
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Pocas cosas dirán más de una persona, de sus motores internos y sus pasiones, de sus pavores y fruiciones, que su actitud ante la muerte, y en este sentido los lectores de periódicos podemos presumir de conocer a Oliver Sacks con una intimidad que rara vez se nos ofrece ni con nuestros amigos más próximos. Porque este maravilloso neurólogo y escritor ha tenido la gentileza y la audacia de narrarnos sus últimos meses de vida en dos artículos que se nos quedarán grabados hasta el final de nuestros propios días. Y así sabemos, porque sabemos que Sacks era sincero al decirlo, cuál era su gran fuente de desasosiego ante la muerte inminente: no poder llegar a saber lo que se descubriría al día siguiente; perderse el avance de la ciencia y del conocimiento del mundo; dejar de leer cada semana Nature y Science, sus amadas revistas científicas. Esto lo dice casi todo de él, ¿no es cierto?
Casi todo, pero no todo. Porque Sacks pertenecía a esa rarísima y preciosa categoría de los científicos de letras. La escritura era para él tan necesaria como su investigación, le salía a borbotones en cuanto la descripción de un fenómeno mental, o la experiencia de haber tratado a un nuevo grupo de pacientes, le revelaba una nueva historia, un nuevo ángulo desde el que mirar el objeto más complejo del que tenemos noticia en el universo, el cerebro humano. Su investigación nunca estaba completa hasta que la compartía con su legión de lectores. No es el primer científico del que se puede decir esto, pero sí el último de una lista muy corta y selecta.
Sacks conoció de una forma curiosa a uno de los mayores científicos del siglo XX, Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN e investigador, a partir de los años setenta, de los engranajes neuronales de la consciencia humana. Fue durante la típica cena de cierre de un congreso de neurociencias, creo recordar que en California, y a Sacks le tocó sentarse lejos de Crick, una figura que le parecía mítica e inaccesible. Llegado el momento del café y la copa, sin embargo, Crick se vino a sentar a su lado y, sin haber dicho ni hola, le pidió: “Cuéntame historias”. Se refería, naturalmente, a las historias de pacientes. Sacks se quedó perplejo de que un biólogo molecular, el epítome del enfoque reduccionista sobre el cerebro, se mostrara interesado en el otro extremo del espectro metodológico, el del neurólogo que se pasaba el día atendiendo a los pacientes psiquiátricos del Bronx neoyorquino. Pero aquella conversación de sobremesa fue larga y fructífera, y les unió en una amistad duradera. Los dos están ya muertos.
Los lectores de Sacks sentimos hoy una pena profunda, la pena del huérfano al perder a su padre intelectual, pero esperamos que Sacks no nos deje solos, que alguien, en alguna parte, se sienta motivado a recoger la antorcha y nos siga contando historias, como pedía Crick. En algunos sentidos, desde luego, Sacks será una figura irrepetible. Miembro durante años del grupo de motoristas freaks Los ángeles del infierno, solía decir que entendía bien a sus pacientes porque estaba igual de loco que ellos. Su extraordinaria inteligencia creativa tenía también mucho que ver, probablemente. Pero su obra nutrida debería inspirar a otros de su misma clase, a otros científicos de letras que sientan la misma necesidad de convertir su investigación en un género literario, de percibir la narrativa bella e intensa que se esconde bajo el descubrimiento científico. Ojalá seas tú, lector.
Hasta siempre, Oliver. Ha sido maravilloso.
La ceguera como don
La ceguera como don
Cada texto de Sacks es una lección de montaje, o de edición. Monta o edita la existencia de sus pacientes
Lo primero que conviene aclarar en un taller de escritura es que la literatura y la vida son territorios autónomos, incluso cuando aceptemos en toda su extensión la idea de que la literatura es metáfora de la realidad o no es nada. Como territorios autónomos, cada uno tiene sus propias leyes. Así, la realidad es la comarca de lo contingente, entendiendo por contingente aquello que puede pasar o puede no pasar, sin que sea posible saber por qué pasa o no. En un texto literario, en cambio, todo lo que sucede debe ser necesario. Lo decía aquel escritor ruso que ahora no me viene (cuando aparece una pistola en la primera página de un cuento, alguien debe matarse con ella en la última). Por cierto, que la diferencia entre contingencia y necesidad se muestra, con calidades humorísticas, en Amanece, que no es poco, la película de Cuerda.
La realidad, en otras palabras, puede permitirse el lujo de ser caótica porque tiene a su favor el hecho de haber sucedido. Nadie se la plantea en términos de verosimilitud. No leemos la prensa con el mismo tipo de exigencia con el que leemos una novela. Sin embargo, hay discursos que hablando de ella, de la realidad, tienen un comportamiento semejante al literario. Es el caso del historial clínico, en el que, cuando es bueno, todas las piezas encajan entre sí como deberían encajar en un relato. ¿A qué se debe este misterio? A la mirada del médico que, de todo lo que escucha y observa, selecciona y articula solo aquello que puede poner al servicio del sentido.
Oliver Sacks es, desde este punto de vista, un maestro. En Un antropólogo en Marte, por ejemplo, cuenta la historia de un ciego que, cuando se va a casar, en torno a los 40 años, decide ir al médico para averiguar el origen de su ceguera, sobre el que jamás se había preguntado. Y resulta que solo tiene unas cataratas, por lo que en buena lógica, si se le operara, volvería a ver (había perdido la visión sobre los tres o cuatro años). Así se hace, y el hombre recupera la vista para alegría de su entorno. Su vida personal, en cambio, se convierte en un infierno. Ya no se atreve a cruzar la calle, que antes atravesaba sin problemas con la simple ayuda del bastón. Y las copas de cristal, sobre el mantel dispuesto para el almuerzo, le parecen objetos amenazantes hasta que logra “verlas” con el tacto. La recuperación de la vista, en resumen, le ha arruinado la vida. Cuenta entonces Sacks que el hombre no para hasta que logra quedarse ciego de nuevo. “Y en esta ocasión recibe la ceguera como un don”.
He ahí un cuento circular perfecto, obtenido de la bruta realidad, que hasta el mismísimo Cortázar habría envidiado. Cada texto de Sacks es una lección de montaje, o de edición. Monta o edita la existencia de sus pacientes del tal modo que construye historiales clínicos que sirven por igual a la ciencia y a la literatura. Si este hombre no pasara a la historia de la una, debería pasar a la de la otra. ¿Pero por qué no permitirle, como a Freud, tener un pie en cada disciplina?