La democracia desmemoriada
RAÚL ARIAS
DEJÓ ESCRITO Kant que nuestras disposiciones humanas sólo deben desarrollarse por completo en la especie, y no en el individuo. En otras palabras, la cultura (la experiencia atesorada por nuestros antepasados, sus reflexiones y descubrimientos) es la locomotora del proceso de civilización de la humanidad. No se avanzaría nada si cada generación tuviera que generar de cero los conocimientos que hacen posible cada porción de nuestra vida tal y como la concebimos: desde el fuego a la central nuclear, pasando por la electricidad.
Sorprende por eso lo rápido que, para los asuntos más relevantes, enterramos nuestros conocimientos. Me explico: si bien es cierto que conviene investigarlas y que facilitan nuestra vida, las leyes científicas, por definición, seguirán estando ahí las descubramos o no; ¿pero qué ocurre cuando se desconoce u olvida alguna ley social o determinado conocimiento teorético? Si olvidáramos todos al mismo tiempo que con semáforo rojo debemos detener el coche, probablemente viviríamos de golpe una situación dramática. Pues bien, no parece muy aventurado pensar que algo catastrófico sucedería también si de repente olvidamos qué es el Estado de Derecho o la democracia. De ahí que nos asuste la displicencia con que muchos representantes políticos tratan los asuntos públicos que nos atañen.
El siglo XX, el de los totalitarismos, debía dejar sellado en nuestro ADN político el abecé democrático: tras Auschwitz, un nuevo paradigma sentenció que determinados derechos individuales deben prevalecer sobre los fines políticos de una mayoría. Garzón Valdés habla, gráficamente, de «coto vedado». Y a esto aludía Rosa Díez en el Congreso cuando, en respuesta a quienes venían a defender la secesión catalana, dijo que en democracia hay asuntos -como la pena de muerte o la secesión- que, por democracia, no se votan.
Pero vayamos al grano y prestémonos a recordar, en tres pasos, ese abecé que el Estado, tras dibujar un nosotros que busca autogobernarse democráticamente, debe garantizar. Entenderá así el lector los daños a prevenir. La primera clave democrática dice que todos los ciudadanos afectados por decisiones políticas deben poder participar en el proceso que las alumbra. Además de abrir una seria reflexión cosmopolita, esto nos exige no sublimar jamás los rasgos diferenciales de los integrantes del demos. La democracia exige profundizar en el pluralismo, avanzar hacia el cosmopolitismo y rechazar la secesión, al menos mientras no se demuestre que el todo discrimina injustamente a una parte. Lo contrario es aceptar el chantaje de quienes rehuyen el interés general para abrazar el suyo propio.
Llegamos así al segundo elemento. La participación es democrática cuando es encauzada por un Estado de Derecho, por un artefacto jurídico que, tras siglos de conquistas sociales, hoy cuesta separar del Estado de Bienestar. Por simplificar: no hay democracia sin Constitución, pues ésta, además de plasmar el pacto fundacional del demos, aúna bien las dos figuras en un Estado social de derecho. Siglos de reflexión jurídica y de experiencia política avalan la validez o legitimidad de un instrumento que, al velar por los derechos y libertades individuales, vela en realidad por que el conjunto del procedimiento democrático produzca decisiones justas: el derecho democrático es per se legítimo por su valor epistémico, es decir, porque logra que las minorías puedan seguir dando voz a sus intereses de tal modo que, de resultar convincentes sus razones, puedan constituir mañana una nueva mayoría.
De Kelsen aprendimos que el Tribunal Constitucional es el encargado de que todo este procedimiento se cumpla: como sucedió aquí con Batasuna, se ilegalizará a quienes sostengan fines políticos que vulneren derechos de las minorías. Sin embargo, nuestra desmemoria está hoy reavivando la figura de Carl Schmitt, el jurista afín al nazismo que en los años 30 colaboró para deponer a Kelsen de su cátedra, forzando su exilio. Según aquél, el pueblo, por aclamación, se identifica son sus representantes, su gobierno, su líder; como tal, es un todo identificable que, sin mediación alguna del Constitucional, actuará con las minorías disidentes en su interior como con los gobiernos extranjeros: de acuerdo con la razón de Estado. Lo político convierte al adversario en enemigo, se hace pagar al discrepante, se subraya el desacuerdo con el fin de excluir al otro.
Pues bien, las hemerotecas están repletas de discursos análogos proferidos por los abanderados del secesionismo catalán: destaca el hacedor de listas negras (no otra cosa es el libro La trama contra Catalunya), el schmittiano Hèctor López Bofill, apuntando indiscretamente con el dedo a los magistrados catalanes del Constitucional (Juan Antonio Xiol Ríos y Encarnación Roca) por ponerse del lado de la Ley y no de sus sentimientos y su nación, que él ya se encarga de interpretar por ellos.
Ya es hora de denunciar con fuerza a cuantos pretendan representar al pueblo siendo sólo una parte. Contra la herencia europea continental, pensemos al pueblo en inglés: en lugar de referirnos en singular a un pueblo (popolo, peuple, volk) que es, diríamos the people are. Aciertan los ingleses, pues sólo hay democracia donde el pueblo son: son sus gentes, una pluralidad de personas que se autogobierna y no un monstruo que devora a sus hijos. Quizás los sistemas anglosajones no destaquen por su equidad, pero al no concebir el pueblo sin cada uno de sus integrantes, son alérgicos a deslices totalitarios.
ENTENDEREMOS la acuciante necesidad de denunciar tales desvaríos cuando percibamos la trascendencia del tercer elemento. La legitimación es el eslabón que cierra la cadena: una Constitución sólo aterrizará si acaba siendo refrendada mayoritariamente por los ciudadanos. Contra lo que defendieron los teóricos absolutistas, hoy el derecho debe brindar algo más que paz y estabilidad. Ni siquiera le bastará con la legitimidad con la que le caracterizábamos en tanto instrumento óptimo para posibilitar el autogobierno democrático. El Estado democrático de derecho necesita, además, que los ciudadanos lo tengamos por legítimo; si no, difícilmente lo distinguiríamos de la nuda violencia. ¿Qué sucede hoy? La comunidad internacional no duda de la legitimidad de nuestra Constitución ni de la ilegitimidad del secesionismo catalán; pero ello no borra el problema político, la deslegitimación constitucional de quienes, en tromba, desacatan la Ley.
En definitiva, la participación requiere de la Constitución, ésta del poder Ejecutivo y el poder, a su vez, de una ciudadanía que lo reconozca. Se confiere así a los ciudadanos más poder del que desearían los poderes fácticos que financian a los partidos a cambio de un desarrollo legislativo favorable. Oponiéndonos en bloque a leyes o políticas públicas las podemos dejar sin efecto, pues un gobierno democrático (al aspirar a reelección) no reprimirá alegremente masivas manifestaciones públicas. Sin embargo, se corre mucho riesgo si, por eso mismo, el gobierno se inhibe incluso ante manifestaciones que buscan subvertir un orden legítimo.
Va calando en la conciencia de muchos que la violencia gubernamental (que ayer apellidábamos legítima) se vuelve ilegítima incluso cuando apuntala principios constitucionales. Contra eso los ciudadanos no podemos permitirnos el lujo de olvidar que no hay democracia sin participación encauzada por el Estado de derecho; de lo contrario podríamos acabar siendo, nuevamente, pasto de nosotros mismos. Ese riesgo acecha desde que la demoscopia sustituyó a la deliberación seria como fuente de legitimación y dio paso a clientelares populismos. El nacionalismo aprovechó para promover una conciencia nacional incompatible con el pluralismo democrático; y ahora, en tanto que cuesta cumplir la ley con la opinión pública enfrentada, chantajear al gobierno les resulta pan comido. ¿Libraremos al menos la batalla de las ideas o aceptaremos con resignación la agresión a la democracia?
Mikel Arteta es licenciado en Derecho y Ciencias Políticas y doctorando en Filosofía Moral y Política en la Universidad de Valencia.
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