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16 ago 2015

El filicidio, parricidio, un tipo de suicidio



ANÁLISIS

Locura, odio y la delgada línea

El filicidio, matar a un hijo, es una acto incomprensible e impensable.

El País, Lola Morón Nozaleda, 15-08-1

Archivado en: Infanticidios Asesinatos Sucesos Delitos Justicia

Matar a un hijo. El filicidio es un acto inconcebible, impensable. Intentaremos explicar que los casos sucedidos este verano en España se tratan de un mismo acto humano, pero cometido en tres estados mentales diferentes y claramente diferenciables, tanto desde un punto de vista psiquiátrico como psicológico, sociológico y neurocientífico.

En la partida rural de l'Almisserà (cerca de Villajoyosa, en Alicante), el 1 de julio, un padre de 38 años apuñaló presuntamente a su hijo de 7, a su madre de 66 y a su hijastra de 14, provocando posteriormente un incendio y ahorcándose después. Al parecer se había intentado suicidar en una ocasión anterior y había fingido un ataque al corazón en un intento desesperado de hacer cambiar de opinión a su mujer: estaban en proceso de separación. Ella no se encontraba en la casa. Sigue viva. ¿Viva? La hipótesis de la investigación es que el presunto homicida no había logrado superar la ruptura y perpetró la carnicería con el objetivo de causar daño a su expareja, que se sintiera culpable. Esto es odio, un odio imposible.

El 30 de julio en Moraña (Pontevedra), un hombre de 40 años presuntamente degolló a sus hijas, de 4 y 9. Por su manera de actuar en los días previos y por su forma de ser y de comportarse, presumimos —por supuesto, a posteriori y con datos incompletos— que se trata del típico psicópata sin escrúpulos. Fue él quien abandonó a su mujer pero persiste el deseo de hacerle el mayor de los daños, el más ignominioso y absurdo, la muerte en vida: matar a sus hijas. ¿Suicidarse? Nunca tuvo intención. Los psiquiatras lo llamamos “suicidios de alta rescatabilidad y baja letalidad”: usan métodos que matan lentamente y avisan con tiempo, de modo que acuden en su socorro y les salvan la vida. También es odio, odio y maldad.

En una zona residencial de Castelldefels (Barcelona), el pasado 12 de agosto tuvo lugar otra matanza de dos niños de 7 y 10 años a manos, presuntamente, de su padre de 61. Se desconocen muchos detalles por lo que no haremos “conjeturas diagnósticas” ni juicios de valor precipitados.

Zaida. Zaida es su peor víctima. Zaida es una enferma. Zaida no mató a su bebé. Su enfermedad mató a su bebé. No quería hacer daño a nadie, todo lo contrario. Tenía la convicción —esta vez sí: loca, alienada, delirante— de que estaba “poseída por el demonio”, de que para “salvar al mundo”… Aquí hay dos posibilidades: o bien debía sacrificar lo que más quería, su hijo, o bien debía eliminar del mundo al fruto del vientre del demonio, su hijo. Lo peor para Zaida es que esta enfermedad tiene un tratamiento y que cuando desaparezca el delirio será consciente de lo que ha hecho, como somos conscientes todos ahora de lo irracional de sus actos. Sabrá que era innecesario, se sabrá culpable pero será ella su peor víctima, como es ahora la madre de Zaida, como son ahora las madres de unos hijos asesinados absurdamente a manos de unos padres que no están locos pero sí llenos de odio y de maldad.

El 16 de julio una madre abandonó a su bebé recién nacido en un contenedor. La buena voluntad ciudadana y el buen funcionamiento de los servicios públicos permitieron salvar la vida del niño y localizar a su madre. Esta mujer no parece una psicópata, tampoco una enferma mental, tampoco parece que lo hiciera por odio… ¿Por qué, entonces? ¿Miedo? ¿No podía mantenerlo? Resulta difícil hablar de maldad en este caso pero a todos se nos ocurren alternativas antes que dejarlo morir o matarlo.

Existe una delgada línea que se nos escapa y como siempre que hablamos de delgadas líneas tendemos a posicionarnos basándonos en la especulación. Debe dominar la cautela al establecer hipótesis pues estarán plagadas de matices.

La estadística es una ciencia —inexacta por manipulable— tan útil que lleva décadas ayudando a prevenir masacres. Se debe utilizar para detectar esos elementos comunes que nos permitan realizar intervenciones. El camino es largo. Existe un final común y una heterogeneidad infinita en la partida y el proceso. Debemos evitar el reduccionismo. No existe un perfil único: nobles y campesinos, catedráticos y analfabetos, enfermos y sanos, hombres y mujeres, ricos y pobres, inmigrantes y nativos.

Los circuitos cerebrales que funcionan mal en enfermedades como el delirio se encuentran muy alejados de los implicados en el odio o en la falta de empatía. El diagnóstico no siempre se realiza a tiempo y el tratamiento no siempre es lo suficientemente rápido y eficaz. A día de hoy, la ciencia no llega a todo. Puede curar o mejorar un mal sobrevenido, podemos intervenir en la enfermedad, en la locura, y lo conseguimos con mucha frecuencia aunque a veces se nos escapen casos como el de Zaida. Pero hay otros casos en los que no podemos intervenir: en la capacidad de hacer daño, que existe, que no podemos negar, que todos llevamos dentro en mayor o menor medida, que nace de lo más hondo de las tripas, eso que llamamos el mal.

Lola Morón Nozaleda es doctora en Psiquiatría

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