Catalanes en España
El Estado español es hoy lo que es, para bien y para mal, debido a la colaboración de Cataluña. Esta se ha basado en el reconocimiento de que existe una realidad catalana diferenciada pero dentro de la española. Eso es lo que Mas se dispone a dinamitar
El País, Santos Juliá, 13-09-15
Fue ayer, aunque parece cosa del siglo XIX, cuando imperaba en Cataluña lo que Josep M. Fradera definió con toda exactitud como sentimiento de doble pertenencia: España era la nación y Cataluña, la patria de los catalanes. Y fue ayer, en abril de 1976, cuando Jordi Pujol, con ocasión de su primer viaje a Madrid como líder de Convergència Democràtica, dejó en un discurso pronunciado en el Ateneo una nueva y diferente versión de aquella doble pertenencia: “Queremos, ante todo, ser catalanes, y queremos de parte entera, desde nuestra catalanidad, ser españoles”. España, añadió, “es para nosotros un país plurinacional. Y consecuentemente, Cataluña es, dentro del Estado español, una nacionalidad”.
Cinco años después, como presidente de esa nacionalidad reconocida por vez primera como tal en una Constitución española, Jordi Pujol emprendió un viaje por tierras de Castilla y León con parada final en Madrid. Aquí, en Madrid, ahora en el Centre Català, pronunció un discurso en el que, a partir de una larga inmersión en la historia de Catalanes en España, derivó la existencia de unos “hechos permanentes” en los que habría de sostenerse una política para el presente con vistas a la construcción de otro futuro. El primero era, claro está, “la realidad catalana”, basada en la lengua, la cultura, la conciencia histórica, el sentimiento y en “una determinada concepción de España”; el segundo, no menos permanente, consistía en “la inserción clara de esta realidad en el conjunto de España y la voluntad de intervenir política, económica, ideológicamente en ella, en España”.
Entre estos dos discursos, la presencia y la acción de catalanes en Madrid fue determinante para el rumbo que siguió la transición a la democracia y la inmediata construcción del Estado de las autonomías. Ante todo, porque tras las vacilaciones de los primeros momentos, cuando dominaba entre los medios políticos burgueses de Cataluña la convicción de que sería más provechoso a los intereses catalanes iniciar conversaciones con el Gobierno más que formar un frente común con la izquierda española, Pujol accedió finalmente a incorporar su partido a la plataforma unitaria de la oposición, confirmando así que recuperación de libertades, amnistía y autonomía de nacionalidades y regiones eran en España los tres nombres de un mismo y común empeño: la democracia. No es posible olvidar, aunque tantos se dedican hoy a ensuciar aquel recuerdo, que el lema bajo el que avanzó la marcha a la democracia en España fue acuñado por catalanes y proclamado desde las pancartas de las dos grandes Diadas de 1976 y 1977: llibertat, amnistia, estatut d'autonomia.
Que el contenido de los discursos de Pujol no era pura retórica lo pusieron de manifiesto los diputados catalanes en el Congreso con su participación en la ponencia, la comisión y los plenos en que se debatió y aprobó la segunda Constitución democrática de nuestro siglo XX. El Estado español es hoy lo que es, para bien y para mal, debido en buena parte a la activa presencia de catalanes en España. Y no solo por sus propuestas en el debate constitucional, sino por la posterior práctica política del Gobierno de Cataluña, que tomó el camino de una relación exclusivamente bilateral con el Gobierno de España, en modo alguno predeterminado por una Constitución que igual podía haber servido para impulsar la construcción del nuevo Estado en el sentido federal que algunos catalanes —Jordi Solé, por ejemplo— esperaban, y otros catalanes —Jordi Pujol— temían.
Pues si la construcción del Estado no avanzó con decisión por la senda federal fue, sobre todo, porque desde que CiU asumió el poder en Cataluña toda su política se encaminó a reforzar y expandir lo diferencial de aquella realidad catalana que Pujol evocaba en sus discursos, es decir, a nacionalizar catalanamente a Cataluña, de tal manera que si los catalanes en España eran en cierta medida españoles, en Cataluña solo fueran catalanes. Para ese propósito era fundamental convertir al Gobierno catalán en interlocutor privilegiado del Gobierno español, una política que se consolidó cuando el PSOE o el PP necesitaron los votos de CiU para asegurar la estabilidad de sus Gobiernos. Catalanes en España adquirió así una dimensión no prevista por los constituyentes: la de que el Gobierno catalán se convirtiera en socio privilegiado del Gobierno español, fuera éste de izquierda o de derecha.
Esa política se mantuvo mientras duró el mutuo beneficio —el do ut des que le sirvió de base—, pero se extinguió en cuanto el caudal de transferencias agotó su flujo. Entonces comenzaron a multiplicarse los desencuentros: los Gobiernos centrales abusaron de las leyes de bases en sus intentos de recentralización y la Generalitat comenzó a diluir el segundo de los hechos permanentes: la inserción clara de la realidad catalana en el conjunto español. Primero fue la ensoñación de las cuatro naciones al modo yugoslavo, luego la Constitución que se había quedado estrecha, por último la malhadada sentencia del Constitucional sobre un estatuto aprobado por los Parlamentos catalán y español y ratificado en referéndum por los catalanes.
Hacer plebiscitarias unas autonómicas es el prólogo de la rebelión de un poder del Estado contra el Estado
Con toda la acción política dirigida a reforzar el primer hecho permanente (realidad catalana), y esfumado el último resto de interés en mantener el segundo (inserta en España), era solo cuestión de tiempo y oportunidad el giro radical del poder catalán, que es un poder del Estado español, hacia la secesión. Y en verdad, no pudo haber ocurrido en condiciones más favorables para suscitar y alimentar por todos los medios que el poder público tiene a su alcance —instituciones, prensa, televisión, asociaciones parapolíticas— una gran movilización popular. No solo por la astucia derrochada al canalizar los movimientos de crecientes protestas en la calle contra las políticas corruptas de CiU y del Gobierno de la Generalitat desviándolas a una protesta general contra España, país extranjero, ladrón, expoliador; sino porque quienes así nacionalizaban y movilizaban sabían bien que la capacidad de respuesta del Gobierno central era nula y, en caso de que la hubiera, su resultado alimentaría siempre la corriente por la secesión: desde el estallido de la crisis económica y social, la deslegitimación de las instituciones políticas construidas desde la transición a la democracia ha sido galopante y difícilmente reversible si no se emprende una profunda reforma de todo el sistema.
Y así hemos llegado a lo que no pocos intelectuales catalanes rodean con el aura de la revolución cuando, en realidad, convertir en plebiscitarias unas elecciones autonómicas como eslabón de la cadena que conduce a la secesión constituye el preámbulo de la rebelión de un poder del Estado contra el Estado que le ha dado origen y lo ha consolidado y reforzado durante cuatro décadas sobre el doble supuesto de que existía una permanente realidad catalana diferenciada, inserta en una no menos permanente realidad española. Eso fue lo que Jordi Pujol, presidente de la Generalitat, vino a decir en Madrid un día de noviembre de 1981, eso fue lo que todos los españoles —catalanes incluidos— creímos entonces, y eso mismo es lo que su heredero y sucesor, Artur Mas, presidente de la Generalitat, se dispone a dinamitar a partir de un día de septiembre de 2015.
Santos Juliá es historiador.
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