Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.
Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:
––Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.
«¡Pero esos diminutivos ––pensó Augusto––, esos terribles diminutivos!» Y salió ala calle.
«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? ––iba diciéndose Augusto camino de su
casa––. ¿Es acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamo-
rado! ¡Quién había de decirlo ...! Pero ¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab
initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha
suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación.
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