Ana había resuelto acercarse también, levantar el velo ante la red de tablillas oblicuas, y a través de
aquellos agujeros pedir el perdón de Dios y el del hermano del alma, y si el perdón no era posible, pedir
la penitencia sin el perdón, pedir a fe perdida o adormecida o quebrantada, no sabía qué, pedir la fe
aunque fuera con el terror del infierno... Quería llorar allí, donde había llorado tantas veces, unas con
amargura, otras sonriendo de placer entre las lágrimas; quería encontrar al Magistral de aquellos días en
que ella le juzgaba emisario de Dios, quería fe, quería caridad... y después el castigo de sus pecados, si
más castigo merecía que aquella obscuridad y aquel sopor del alma...
El confesonario crujía de cuando en cuando, como si le rechinaran los huesos.
El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otra beata... La capilla se iba quedando
despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, de rato en rato; y
al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesonario.
Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.
Ana esperaba sin aliento, resuelta a acudir, la seña que la llamase a la celosía.
Fuera, esperaba la noche. Obscurecía el día. El viento batía la ventana llamando, a solas quedaba la vetusta dormida.
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