Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpétuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocan lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizá, al principio, fue la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad , y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso...
Bueno, dejo de provocar desazón en aquellos que dicen conocerme y no desean conocer mi verdadera identidad: Antxon Prieto Llano. En recuerdo de lo acontecido en junio de 1968, a la vuelta de un viaje que hice con la pretensión de no retornar y, con ello, romper con un pasado no mío y, que sin haberlo querido, era sobrevenido.0
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