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24 nov 2014

El laberinto español.




Preocupado por la situación actual del Estado español hurgo en su pasado para preguntar a su futuro: ¿qué ha sucedido en la renacida España para que se corrompiese?. Y, sobre todo, que hacer para una vez más, encontrar la vía de salida de este estado catastrófico en el cual se encuentra inmersa?

Es probable que leyendo a Gerard Breman nos ayudes a salir de esta apatía de inmensa perplejidad.

El laberinto español
Gerard Brenan
1. La restauración. 1874-1898
Se diría, para terminar, que aunque los españoles tienen ingenio, capacidad y medios suficientes para restaurar su país, no lograrán hacerlo; y aunque enteramente capaces de salvar su Estado, no lo salvarán —porque les falta voluntad de hacerlo.
SEBASTIANO FOSCARINI, embajador de Venecia en Madrid 1682 a 1686.
La víspera de Navidad de 1874 un general español, Martínez Campos, ordenó hacer alto al puñado de tropas que mandaba, a la sombra de los olivos de la colina de Sagunto, y les dirigió una arenga, al final de la cual proclamaba a Alfonso XII rey de España. Los soldados, vestidos con destrozados uniformes, aplaudieron, siguiendo en esto a sus sargentos. Unos cuantos oficiales, recordando que habían jurado fidelidad a la República, se marcharon. El resto, con los ojos brillantes, soñando en nuevos uniformes y ascensos, volvió a montar a caballo y la columna continuó su marcha hacia Valencia. Los últimos sesenta años habían sido testigos de una larga serie de pronunciamientos de este tipo —a un promedio de uno cada veinte meses—, pero ninguno obtuvo un éxito más duradero. La primera República cayó sin que se disparase un solo tiro en su defensa; y pocas semanas después, el joven rey, a la sazón cadete en Sandhurst, desembarcaba en Barcelona.

El hombre a quien se debía la Restauración no era, sin embargo, un general. El golpe de Estado se había adelantado un tanto como consecuencia de la ansiedad existente entre los jefes del ejército para lograr este honor. El verdadero creador del nuevo orden era un político conservador, don Antonio Cánovas del Castillo, quien, desde que se puso de manifiesto el fracaso de la revolución de 1868, venía preparándolo cuidadosamente. Asumió, pues, la jefatura del gobierno provisional y emprendió a la vez la difícil tarea de bosquejar una nueva constitución, la sexta del siglo, y que había de durar hasta su anulación por parte de Primo de Rivera.

Cánovas era hombre de inteligencia y cultura fuera de lo común, y no se hacía ilusiones en cuanto a las condiciones materiales y morales de España en aquel momento. Había pasado los últimos cuatro años estudiando en el archivo de Simancas las causas de la rápida decadencia de España en el siglo XVII y, en particular, durante el catastrófico gobierno del condeduque de Olivares, cuya situación, consideraba él, en muchos aspectos, análoga a la suya propia. Hombre de excepcional talento. Olivares había llegado al poder en un momento critico con la misión de salvar y reconstruir el país, y había fracasado. Su gran error, tal como Cánovas lo veía, era el error habitual de los españoles: intentar llevar adelante ambiciosos proyectos sin considerar en lo debido los medios económicos y materiales, sobre los cuales habían de asentarse tales proyectos. El mayor vicio nacional español ha sido siempre un exceso de confianza y optimismo. Cánovas, por su parte, odiaba a los optimistas, y determinó seguir exactamente el camino opuesto: procurar a la nación una época de equilibrio después de las guerras civiles y las algaradas políticas; estimular la creación de industrias y hacerlas prósperas, confiando en que así, una vez que las clases dirigentes nacidas de este proceso llegasen a europeizarse, sacudirían buena parte de su pereza y egoísmo ingénitos y adquirirían un sentido más claro de sus propias responsabilidades.

Nada en el ambiente español de aquellos años parecía oponerse a tales puntos de vista. Una nube de pesimismo e inercia se extendía sobre España. Los españoles penetrados de sentimientos patrióticos se desesperaban cuando se enfrentaban con la historia reciente de su país. La guerra de la Independencia, glorioso levantamiento nacional contra Napoleón, fue seguida por veintiséis años de salvaje reacción y de guerra civil; ésta, a su vez, había desembocado en una sucesión de gobiernos anárquicos presididos por generales, que, bajo una reina encantadora, pero de escandalosos caprichos siempre relacionados con la alcoba, y en una atmósfera de uniformes y de especulación en tomo a los nacientes ferrocarriles, consiguieron tirar adelante otros veintiocho años. Sobrevino por fin una revolución (1868), e Isabel II fue destronada. Las clases medias se sublevaron porque los gobiernos de camarilla les habían ido arrebatando sus libertades; los generales se sublevaron porque la reina había escogido esta vez un amante que no pertenecía a la Guardia, y el pueblo se sublevó porque se le arrebataban sus tierras comunales, y se mandaba a sus hijos a morir en remotas regiones insalubres, en guerras sin sentido para ellos. Pero, una vez que Isabel hubo salido de España, no se había llegado a un acuerdo en cuanto a la mejor forma de gobierno; se escogió un rey de la anticlerical dinastía de Saboya que pronto se vio obligado a abdicar, y fue proclamada la República, que acabó desastrosamente. Los carlistas se habían levantado en las provincias del norte; hubo una sublevación «cantonal» en el sur, reprimida rápidamente por la fuerza. Y ahora un Borbón, un joven de aire insignificante, que no había heredado el buen tipo del catalán guarda de corps que se le atribuía como padre, venía a ocupar el trono vacío. El ambiente político del país jamás había estado tan decaído, y aunque se experimentaba cierto alivio general con que, por fin, hubiese quedado zanjada la cuestión de la forma de gobierno, la verdad es que nadie sentía ni esperanzas ni entusiasmos en cuanto al futuro.

En esta atmósfera, nada desfavorable para sus planes, empezó Cánovas a levantar el tinglado del nuevo Estado. Le guiaban, sobre todo, dos principios: uno, mantener alejado al ejército del poder político; otro, no confiar en manera alguna en elecciones libres. La opinión general del país reprochaba al ejército la serie de disturbios y pronunciamientos de los últimos treinta años. Desde 1808 hasta 1840, había sido el defensor de las débiles clases medias, más o menos liberales, y había salvado al país de los temidos carlistas. Terminada la primera guerra carlista, este mismo ejército había venido gobernando a la nación en primer lugar en su propio provecho, pero también, en cierta medida, con la aprobación de las clases medias. Ahora que el carlismo parecía por fin aplastado, la función interior del ejército había desaparecido, y Cánovas estaba decidido a que quedase reducida a lo que es tarea normal de cualquier ejército: la defensa del país contra posibles enemigos exteriores.

El segundo principio de Cánovas resulta más difícil de explicar. Admiraba profundamente el sistema parlamentario inglés —hasta el punto, se dice, de que se sabía de memoria muchos discursos de Gladstone y de Disraeli— y en su constitución imitó cuidadosamente la forma externa de este sistema. Introdujo también un requisito censitario, mediante el cual las clases trabajadoras, en su mayoría iletradas, quedaban excluidas del derecho de voto. Se podría pensar que con ello, las clases medias y bajas, no proletarias, podrían expresar su opinión libremente y escoger en las elecciones sus propios candidatos. Pero es esto precisamente lo que Cánovas trató cuidadosamente de impedir. Aun cuando la prensa era libre —circunstancia en la que él insistía con frecuencia—, no hubo ni una sola elección a diputados auténtica en todos los años de su vida, ni tampoco (puesto que el sistema creado por él le sobrevivió bastantes años) hasta la caída de la Monarquía en 1931.

La explicación de esta anomalía es, por lo demás, bien sencilla. Hombre político. Cánovas vio claro que España debería ser gobernada durante cierto tiempo por las clases altas del país, que eran, desde luego, las únicas con las que se podía contar como apoyo y sostén del nuevo régimen. Pero por su parte, el país —es decir, aquella parte del país que disfrutaba del derecho al voto— era en su mayoría radical, con fuerte contingente de republicanos, y en cualquier elección libre habría enviado una mayoría radical a las Cortes. Por esta razón —pensaba él— hasta que la Monarquía ganase en fuerza y en prestigio, las elec- ciones debían ser cuidadosamente controladas. Había además razones más generales y permanentes. A partir del comienzo de las guerras civiles, la desconfianza de la opinión pública española respecto a los poderes constituidos se había hecho realmente endémica. El viejo sentido de unidad bajo el rey y la Iglesia de los felices tiempos pasados, había pasado dejando en su estela una nube de oscuras sospechas. Ahora bien, los españoles son por lo general gentes suspicaces e intolerantes; habitualmente viven en compartimentos sociales estancos y gustan de arreglar sus asuntos a través de pequeñas camarillas o de grupos. Todo para su familia, sus amigos, sus subordinados, su clase, y nada para los extraños, es su regla. De haber contado con el votante medio, hubiera sido imposible cualquier pacto entre los partidos liberal y conservador, puesto que no se hubieran fiado el uno del otro. Era pues condición esencial la exclusión de este factor peligroso e imprevisible: la opinión pública.
Todo este pesimismo, en cuanto a la capacidad de juicio y ductilidad del pueblo español. Cánovas lo compartía e incluso lo extendía también a su propia clase. «Son españoles los que no pueden ser otra cosa», dijo una vez, cuando se le pidió que definiese, con vistas a algunos de los artículos de la Constitución, los límites de la nacionalidad española. Y de este pesimismo nacía su firme convicción de que los asuntos del país debían ser dirigidos por una reducida y escogida clase de políticos profesionales: los más inteligentes, los mejor educados, a los cuales habría que confiar todas las tareas necesarias. Así, gradualmente, esperaba él que se irían formando serias corrientes de opinión política y que las clases altas y medias —tan inertes y tan egoístas, al presente— despertarían para hacer frente a sus responsabilidades. «Vengo a galvanizar —solía decir él— el cadáver político de España» De hecho, como su antecesor Olivares, aunque por razones exactamente opuestas, lo que hizo fue contribuir a que se corrompiera más rápidamente.
[...] 

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