Siria no es Europa, ¡qué más da!. Miremos hacia otro lado con el mentón ancho y la frente estrecha, a la vez que nos atusamos el bigote.
Recuerdo a Viviane Forrester en su magnífica reflexión "EL CRIMEN OCCIDENTAL".
Así comienza.
(El horror que había hecho centro en mí era europeo.
VIVIANE FORRESTER, Ce soir, après la guerre)
¿Cómo olvidar el horror europeo, exorcizar sus huellas, sus
estremecimientos? ¿Cómo encubrir la persistencia de sus pulsiones
originales y, sobre todo, cómo seguir considerando la era nazi como
una monstruosidad episódica, vergonzosa, vencida, erradicada, a la
que bastaría con oponer en lo sucesivo la letanía de los “Esto nunca
más”?
La heroica virtud de esta declaración, pronunciada con el mentón
firme, la mirada intrépida, nos ahorra analizar, definir “esto”, vislumbrar
la diversidad de formas que puede asumir y qué incluye de nuestras
propias marcas. La energía de esta expresión, que no responde tanto al
cariz de un anhelo, de una decisión, como al de una constatación,
permite tomar ese deseo fervoroso, esa intención vaga y perentoria -
ese wishfull thinking, como se diría en inglés- por un compromiso ya
realizado, una misión cumplida, una conclusión adquirida, un escudo
suficiente que nos emancipa y libera de cualquier vigilancia. Cronología
perfecta: Tercer Reich, guerra, aliados victoriosos, el problema está
resuelto.
Hay un detalle, sin embargo, una laguna, que va en contra de este
epílogo: la guerra contra el nazismo no ha tenido lugar. La Alemania
conquistadora fue combatida, con retraso, mediante las armas, y fue
vencida: no hubo una insurrección interior notoria en oposición al
régimen nazi ni una sublevación general, universal, en su contra, así
como tampoco una repulsión instintiva, un rechazo deliberado, y sin
duda ninguna resistencia internacional espontánea, inmediata, dirigida
contra la doctrina y los actos de Hitler a partir de 1933, ni siquiera en el
momento en que no se cuestionó el derecho de injerencia.
A modo de reacción, en 1938, cuando esos actos y esa doctrina y
sus delirios se desplegaban desde hacía cinco años, se celebraron a
fines de septiembre la Conferencia de Múnich -ese consentimiento
oficial, apresurado y hasta obsequioso, y sobre todo traidor, de los
gobiernos francés e inglés a la política expansionista del Reich, sin que
se pusiera en tela de juicio o se mencionara siquiera la barbarie nazi ya ampliamente manifiesta- y la Conferencia de Évian, celebrada del 6 al
15 de julio, durante la cual 33 países reunidos por Estados Unidos1 iban
a ponerse de acuerdo sobre la ampliación de sus cupos de inmigración
con el objeto de poder acoger a los judíos víctimas de la ideología
hitleriana.
Todos, salvo Holanda y Dinamarca, se negaron -Estados
Unidos en primer lugar- a considerar la menor flexibilidad de los magros
contingentes ya autorizados. Al contrario, después de la conferencia, la
Argentina, el Uruguay, México y Chile redujeron sus tasas de
inmigración. Cada país había expresado los motivos de su rechazo.
Australia, olvidando alegremente a sus aborígenes y el trato que se les
había infligido, declaró que nunca había experimentado ningún
problema racial y que quería evitar “crear uno”.* Y fue ese país el que,
inmediatamente después de la guerra, hizo publicar en la prensa
internacional anuncios en los que solicitaba encarecidamente que
fuesen a poblar sus territorios menos habitados, los que ponía a
disposición de los nuevos inmigrados.
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