Ayer
me llamó un amigo para hablarme de un amigo en común. Al pronto que
comenzó a recriminar el comportamiento de éste, le propuse concluir
la conversación iniciada.
Le
dije: hablaré con él y, el próximo domingo os invito a comer.
Hablaremos los tres. Tú y yo, hablar de él, no.
Al
pronto de terminar mi cena, entrecortada por la nada oportuna
llamada. No oportuna porque no era la primera vez que le decía que
yo no hablo de una persona si ella no está presente. El no haberme
tenido en cuenta me molestó. No se lo dije; lo haré el próximo
domingo, al concluir la comida.
Digo
que, al terminar la conversación telefónica, pensé en releer “La
Leyenda del Santo bebedor”, de Joseph Roth.
Recomiendo
su lectura a quien pueda leerla, pues no se puede leer si se envidia.
Un
atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura
descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los
puentes sobre el Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el
mundo, aunque la ocasión merece rememorar este hecho en la mente del
lector, allí suelen dormir, o, mejor dicho, acampar los clochards
de Paris.
Y
uno de esos clochards fue como por azar al encuentro del
caballero de edad madura, que por cierto iba bien trajeado y daba la
impresión de ser un viajero que se propone contemplar las
curiosidades de las ciudades que visita. Aunque aquel clochard
ofrecía ciertamente el mismo aspecto harapiento y digno de
compasión que todos aquellos con quienes compartía su infortunio,
parecía sin embargo merecedor de la atención especial del caballero
de edad madura bien trajeado. Mas no nos es dado conocer la causa de
tal preferencia. Como queda dicho, estaba atardeciendo, y bajo los
puentes, a orillas del río, la oscuridad era ya más cerrada que
arriba en los muelles y sobre los puentes. Aquel hombre sin hogar y
manifiestamente desaliñado avanzaba con paso vacilante. No parecía
percatarse de la presencia del caballero mayor bien trajeado. Más
éste, que no vacilaba en absoluto sino que con total aplomo dirigía
sus pasos directamente hacia el vacilante clochard, por lo
visto le había descubierto desde lejos. El caballero de edad madura
le cerró prácticamente el paso. Ambos detuvieron sus pasos, frente
a frente.
—Adónde
le llevan sus pasos, hermano? — Inquirió el caballero mayor bien
trajeado.
El
otro le echó una leve mirada, para contestar luego:
-
Que yo sepa, no tengo hermano, ni se adónde me lleva el camino.
—Yo
intentaré mostrárselo —prosiguió el caballero, —pero no deberá
enojarse conmigo si, como contrapartida, le pido un favor poco
frecuente.
—Estoy
dispuesto a cualquier servicio, —accedió el harapiento.
—Claro
que me doy cuenta de que tiene usted algunos defectos, mas Dios ha
dispuesto que se cruzara en mi camino. A buen seguro estará
necesitado de dinero.
—No,
no me tome a mal mis palabras! A mi me sobra. ¿Querrá decirme con
toda franqueza cuánto necesita? Por lo menos para salir del
paso...El otro permaneció unos segundos sumido en reflexiones, pero
en seguida profirió:
—Veinte
francos.
—No
creo que esta suma sea suficiente — replicó el caballero—.
Seguramente necesitará doscientos.
El
harapiento retrocedió un paso. Parecía como si fuera a caer, pero,
aunque vacilante, se mantuvo en pie. Y entonces dijo:
—No
puedo negar que preferiría doscientos francos en lugar de veinte,
pero soy un hombre de honor. Parece que me está usted juzgando mal.
No puedo aceptar el dinero que me ofrece, y ello por varias razones:
en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo
lugar, porque no se cómo ni cuándo podría devolvérselo; y, en
tercer lugar, porque usted tampoco tiene la posibilidad de
reclamármelo, al carecer yo de domicilio fijo. Casi a diario me
establezco bajo un puente diferente de este río. A pesar de todo
ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he dicho, soy un
hombre de honor.
—Tampoco
yo poseo domicilio fijo — respondió el caballero de edad madura —y
también yo me instalo cada día bajo un puente distinto. Mas, a
pesar de ello, le ruego que tenga la amabilidad de aceptar los
doscientos francos, al fin y al cabo una suma ridícula para un
hombre como usted. Y en lo referente a la restitución, habré de
extenderme algo más para poderle hacer entender por qué no puedo
indicarle el nombre de algún banco donde usted pudiera ingresar el
importe. Resulta que me he convertido al cristianismo después de
haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Y
ahora venero muy en especial la estatuilla de la santa que se guarda
en la capilla de Sainte Marie des Batignolles, que usted podrá
localizar con facilidad. Así que, tan pronto tenga reunidos los
doscientos francos y su conciencia le obligue a zanjar esta ridícula
deuda, diríjase por favor a Sainte Marie des Batignolles y entregue
la suma en manos del sacerdote cuando éste termine de oficiar la
misa. Suponiendo que adeuda usted el dinero, se lo debe a santa
Teresita. Mas, cuidado, no lo olvide: tiene que ser la de Sainte
Marie des Batignolles.
—Veo
—dijo el harapiento— que usted ha comprendido que soy una persona
de honor. Le prometo que cumpliré mi palabra. Sin embargo, sólo
puedo ir a misa los domingos.
—Como
usted prefiera, un domingo, pues — concedió el caballero mayor—,
al tiempo que de su cartera sacó doscientos francos, que entregó al
vacilante clochard—. Y muchas gracias.
—Ha
sido un placer se despidió el desharrapado, que al punto desapareció
en las tinieblas.
Porque
entretanto ya había oscurecido por entero, mientras arriba, en los
puentes y muelles habían sido encendidas las farolas plateadas para
anunciar la alegre noche de París”.
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