Antójaseme
reiterar que este libro ha de ser leído, si por sabido quiere uno
estar, en tiempos que, como estos, más valiera no estar.
La
gloria de Don Ramiro
Enrique
Larreta
… Segundo.—¿Y
quién me condena?—había preguntado el Justicia al oír la lectura
de la sentencia.—El Rey mismo—le respondieron.—Nadie puede ser
mi juez—replicó—sino Rey y reino juntos en Cortes.
Al
otro día el primer magistrado de Aragón era degollado por mano de
verdugo. De este modo el Rey «ajusticiaba la justicia» y desgarraba
para siempre los fueros de varios siglos. Otros señores y, entre
ellos, don Diego de Heredia, barón de Bárboles, y don Juan de Luna,
señor de Purroy, habían de seguir igual suerte, después de
soportar feroces tormentos. El duque de Villahermosa y el conde de
Aranda perecieron misteriosamente en sus prisiones. Algunos rebeldes,
que no gozaban del señoril derecho de morir descabezados, fueron
arrastrados por las calles, en un serón de infamia, hasta el
garrote.
Así
quedó vengada la defensa de Antonio Pérez y roto para siempre el
brío de aquel soberbio Aragón, que sólo cada tres años se dignaba
arrojar en las arcas del Rey su arrogante limosna.De igual modo los
pueblos de Castilla habían sido escarmentados años antes por el
Emperador, cuando el alzamiento de las Comunidades; pero todavía
solía advertirse en ellos uno que otro conato levantisco, como el
que hace erguir sobre las patas traseras a los rocines castrados. No
ya los señores, sino que también los pecheros comenzaban a
vociferar. Era premioso repetir el ejemplo. Una altanera ciudad
acababa de ofrecer la ocasión.
El
21 de octubre, a la vez que el ejército real, de paso para Francia,
penetraba en Aragón, aparecieron enAvila, pegadas a las puertas o
paredes de la Iglesia Mayor, del templo de San Juan, de las
Carnicerías Nuevas, de la casa de los Valderrábano y en otros
sitios públicos de la ciudad, siete copias de aquel sedicioso
pasquín que Ramiro y el Canónigo oyeron leer una tarde a don
Enrique Dávila en el piso bajo del caserón.Al día siguiente, el
Corregidor don Alonso de Cárcamo despachó un correo al Escorial. La
respuesta de Su Majestad fue tan sólo un negro puñado de ministros
para que formasen la causa. Se esperaba un castigo leve, y los más
chocarreros componían letrillas y jácaras sobre el asunto.
El
día 14 de febrero de 1592 fueron publicadas las sentencias. A don
Diego de Bracamonte, a don Enrique Dávila y al licenciado Daza
Zimbrón se les condenaba a ser degollados. El cura de Santo Tomó
Marcos López sufriría privación del sacerdocio y beneficio,
confiscación de la mitad de sus bienes, diez años de galeras y
destierro ad vitam; el escribano de número Antonio Díaz,
azotes, diez años de galeras y el mismo destierro.
Para
muchos la intervención de la Providencia era patente, y a su amparo
el príncipe, extrayendo de cada ocasión un ejemplo, completaba su
obra. Nada de albedríos diseminados, nada de figurerías ni
arrogancias que estorbasen el poder. La unidad era el primer precepto
de su Arte Real, la unidad invulnerable y absoluta, a imagen y
semejanza de aquella otra unidad que gobernaba los orbes. No más
voluntad que la suya, no más pensamiento
que el suyo, no más fe que la que él mismo profesaba. El soberano
del moderno Israel debía revestirse de las tres potencias tutelares:
la ley, la espada y el efod, y ser a un tiempo el Moisés, el Josué
y el Aarón
de su pueblo. Todos los tronos y las sedes le servirían de escala
para elevarse hasta los cielos y recibir él
solo la consigna del Altísimo. Su sombra cubriría las comarcas y
los mares; y las naciones le mirarían como al nuevo arcángel,
armado del hierro y la llama, vencedor de Satán.
Entretanto
España se consumía. La fiebre de aquel monstruoso delirio le secaba
los miembros. El Rey pedía, exigía sin tregua, hidrópico de
tributos; y, a veces, su mano, al escurrir la ubre enjuta de los
pueblos, no sacaba sino sangre. No era posible dejar sin paga a los
ejércitos y abandonar el cohecho de los príncipes y cardenales; y
la bancarrota crecía, se envedijaba, se enmarañaba cual inmensa
madeja de pasadilla. Las deudas tenían aliento de fiebre, la real
hacienda jadeaba; cada año se gastaban los ingresos de cinco años
venideros.
¿Qué
expediente, qué arbitrio quedaba por ensayar? En un tiempo apañó
las remesas de oro y de plata que llegaban de las Indias para
particulares; mercó las hidalguías, los juros, los empleos; invitó
a los clérigos a legitimar sus hijos sacrílegos mediante un puñado
de reales; gravó la exportación de la lana; impuso contribución
sobre el pan y sobre el vino, antes libres; se apoderó de la sal;
confiscó los maestrazgos del mar; dobló
el almojarifazgo, y triplicó en poco tiempo la terrible alcabala.
Los pueblos desmolados se echaban a morir. Avila, Toro, Córdoba y
Granada se negaron a aceptar el encabezamiento de 1576. En las
naciones extrañas el solo nombre de Felipe Segundo hacía palidecer
a los banqueros. Los Fugger dieron por fin un nudo a la bolsa y
volvieron la espalda. Otros no sabían si continuar o romper para
siempre, como el judío que ha
prestado a un tahúr de luenga espada. Los genoveses, entretanto, se
defendían con la usura. A partir del año 1590, el desbarajuste fue
pavoroso para la hacienda del Rey. Las Cortes, corrompidas por el
Monarca, habían exigido a las ciudades ocho millones de ducados.
Y
la pobreza y el hambre arreciaban como flagelos de Dios. Un hechizo
maléfico parecía esterilizar los terruños, parar los molinos, los
tornos, los telares, descoyuntar el brazo del menestral. Muchos no
sabían ya
cómo
ganar el sustento y salían a hurtarlo donde lo hallasen. Se vivía
en la incertidumbre del bocado; el pan
se
hizo una presa. Las trapacerías del hambre formaron una arte honrosa
y sutil, que tuvo su romancero y sus manuales, sus poetas y
bachilleres. El mal atacaba más duramente a los hidalgos de
patrimonio extinguido, cuya estirpe clara y antigua no les permitía
infamar sus manos en los oficios. Más de uno comía del mendrugo que
hurtaba su paje, y suspiraba con digna tristeza, bajo la capa, al
aspirar, de paso, el sabroso calor de las pastelerías. El estudiante
imitó, para vivir, los ardides perrunos. Sus piernas de lebrel eran
el terror del comercio. Fue entonces el glorioso tiempo de la olla
común. Los conventos se hincharon de monjes; sus porterías, de
sopistas. El hospital y la cárcel fueron buscados como refugios
venturosos, donde se comía regularmente y como de milagro. Millares
de infelices se fraguaban pústulas sangrientas o perpetraban delitos
para ser alimentados. Las calles estaban llenas de limosneros
fingidos; los campos, de falsos anacoretas; los puertos, de famélicos
hidalgos que venían a pedir una plaza en los galeones.
A
esta angustia de las entrañas se agregaba la zozobra del ánimo, la
honrosa inquietud de verse marcado por la sospecha, tan sólo, del
Santo Oficio, o de atraer el castigo del poder sobrehumano del Rey. Y
entretanto parecía que el mismo viento murmurase calumnias y que la
delación se agazapara bajo el lecho en que se dormía, entre los
pliegues de las antepuertas, en el rincón de los oratorios. Muchos,
como don Alonso, recelaban de sus propios labios durante el sueño, y
evitaban adormirse en los sillones, entre el paso de la servidumbre.
Toda
altivez era funesta y el mismo silencio no era seguro. Ne contumax
silentium, ne suspecta libertas.La idea temblaba en el cerebro, y
no hubo pluma que osara estampar lo que el alma ocultaba en su …
Y
aquí dejo, para esfuerzo de quien quisiera seguir leyendo, lo que
hasta aquí traje con mi personal esfuerzo, por combatir melindres
sin esperar recompensa.
A
Toledo me encamino para ver hermosos ojos verdes tras celosías de
empinadas calles y en cansino andar. Esfuerzo merecedor de
contemplación tal.
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