Las lecciones de 1914
El historiador Christopher Clark, autor de 'The Sleepwalkers' ('Los sonámubulos') sobre los orígenes de la Gran Guerra, sostiene que la cultura occidental no es capaz de ver en el pasado más que los ecos de sus propias preocupaciones
Christopher Clark 16 Enero 2014
En la primavera de 2011, yo estaba escribiendo un capítulo sobre la Guerra Ítalo-Turca de 1911, un conflicto que comenzó cuando el Reino de Italia atacó e invadió el territorio otomano que hoy llamamos Libia. Esta guerra, hoy casi totalmente olvidada, fue la primera en la que se emplearon aviones para tareas de reconocimento con el fin de indicar las posiciones enemigas a la artillería; también fue la primera en la que hubo bombardeos aéreos, con proyectiles arrojados desde los aviones italianos.
Cuando acababa de empezar a escribir, llegaron las noticias sobre los bombardeos en Libia. Exactamente cien años después, volvían a caer bombas sobre las ciudades libias y los titulares volvían a estar ocupados por los mismos nombres --Trípoli, Bengasi, Sirte, Derna, Tobruk, Zawiya, Misrata-- que los de los periódicos de 1911.
Las coincidencias eran extraordinarias, pero ¿qué significaban? La respuesta no está nada clara. El conflicto de 2011 fue muy distinto a su predecesor de un siglo antes. La Guerra Ítalo-Turca de 1911 fue la chispa inicial de la cadena de ataques oportunistas a los territorios otomanos en el sureste de Europa conocida como Primera Guerra de los Balcanes, que acabó con un sistema de equilibrios geopolíticos que hasta entonces había permitido contener los conflictos locales. Fue un paso más (entre muchos) en el camino hacia una guerra que consumiría primero a Europa y luego a gran parte del mundo. Existen pocos motivos para pensar que los bombardeos aéreos de 2011 vayan a acarrear unas consecuencias tan terribles como aquellas.
La historia no se repite pero, como decía Mark Twain, a veces rima. ¿Y qué significan esas rimas? Pueden ser meros síntomas del estrecho “presentismo” de una cultura occidental que no es capaz de ver en el pasado más que infinitos ecos de sus propias preocupaciones, una cultura obsesionada con los aniversarios y el recuerdo. Pero no debemos excluir la posibilidad de que esos momentos de déjà vu histórico revelen genuinas afinidades entre un instante en el tiempo y otro.
El recurso a la historia resulta esclarecedor, sobre todo, cuando entendemos que nuestras conversaciones sobre el pasado son tan poco definitivas como nuestras reflexiones sobre el presente
En los últimos años, las afinidades se acumulan. Es ya casi un tópico decir que el mundo en el que vivimos se parece cada vez más al de 1914. Después de haber dejado atrás la estabilidad bipolar de la Guerra Fría, nos encontramos en plena lucha para encontrar sentido a un sistema que es cada vez más multipolar, opaco e impredecible. Igual que en 1914, una potencia en ascenso se enfrenta a otra superpotencia cansada (pero no necesariamente en declive). Surgen crisis descontroladas en zonas del mundo con gran importancia estratégica; en algunas, como el pulso actual en las Islas Senkaku del Pacífico occidental, intervienen de forma directa los intereses de las grandes potencias. A nadie que, desde la perspectiva de los primeros años del siglo XXI, evoque el rumbo que siguió la crisis del verano de 1914, pueden dejar de impresionarle los ecos contemporáneos. Comenzó con un escuadrón de terroristas suicidas y una caravana de automóviles. Detrás del crimen de Sarajevo estaba una organización basada en el culto al sacrificio, la muerte y la venganza; una organización dispersa en células repartidas por distintos países; que no rendía cuentas ante nadie y cuyos vínculos con cualquier gobierno soberano eran tangenciales y ocultos.
Incluso el furor actual a propósito de Wikileaks, el espionaje y los ataques informáticos chinos tiene equivalente en los comienzos del siglo XX: la política exterior francesa estuvo en peligro en los años anteriores a la guerra por una serie de filtraciones sobre informaciones confidenciales de alto nivel; a los británicos les preocupaba el espionaje ruso en Asia Central, y a principios del verano de 1914 un espía en la embajada rusa en Londres mantuvo informado a Berlín de las últimas negociaciones navales entre Gran Bretaña y Rusia. El caso más escandaloso de todos fue el del coronel austriaco Alfred Redl, que ascendió hasta convertirse en jefe de los servicios de contraespionaje de su país, pero en realidad era un agente que trabajaba para los rusos y les proporcionó valiosas informaciones militares hasta que lo detuvieron y le permitieron suicidarse en mayo de 1913.
¿La historia nos quiere contar algo? Y en ese caso, ¿qué? En el verano de 2008, después de una breve guerra entre Rusia y Georgia por Osetia del sur, el embajador ruso ante la OTAN, Dmitri Rogozin, aseguró que en el drama que se desarrollaba en el Cáucaso podía atisbar una reproducción de la crisis de julio de 1914. Incluso expresó su esperanza de que el presidente de Georgia (a quien consideraba la parte agresora en la disputa) no pasara a la historia como “el nuevo Gavrilo Princip”, en referencia al joven bosnio que asesinó al heredero al trono de Austria y su esposa el 28 de junio de 1914. Después de los asesinatos, el enfrentamiento entre Serbia y Austria-Hungría había arrastrado a Rusia y había transformado un conflicto local en una guerra mundial. Si Georgia lograba obtener el apoyo de la OTAN, ¿podría volver a suceder lo mismo?
Las negras profecías nunca se hicieron realidad. La OTAN se lo pensó dos veces antes de unir su destino al del impetuoso presidente georgiano, Mijail Saakashvili. Tras una breve exhibición naval de Estados Unidos en el Mar Negro, la crisis se desvaneció. Georgia no era la Serbia de principios del siglo XX, la OTAN no era la Rusia zarista, y el presidente Saakashvili no era Gavrilo Princip. El empeño de Rogozin de atar el presente a una analogía tendenciosa con el pasado no era un intento sincero de hacer un pronóstico con bases históricas, sino una advertencia a Occidente para que se mantuviera al margen del conflicto. Fue una afirmación históricamente inexacta y hermenéuticamente vacía.
Incluso en manos mejor informadas y menos manipuladoras, las analogías históricas se resisten a una interpretación categórica. Uno de los motivos, pero solo uno de ellos, es que la coincidencia entre el pasado y el presente nunca es perfecta, ni siquiera próxima. Pero la razón fundamental es que el significado de los acontecimientos del pasado es tan escurridizo --y tan discutible-- como su significado en el presente. Pensemos en China, por ejemplo. ¿La China de hoy es análoga a la Alemania imperial de 1914, como se dice a menudo? Incluso si decidimos que lo es, ¿qué enseñanzas podemos extraer del paralelismo? Si pensamos que la agresión alemana fue lo que verdaderamente empezó la Primera Guerra Mundial, podemos llegar a la conclusión de que Estados Unidos debería adoptar una línea dura contra las intromisiones de la China contemporánea. Pero si creemos, como creo yo, que la guerra de 1914-1918 fue consecuencia de las relaciones entre una serie de potencias, cada una de las cuales estaba dispuesta a recurrir a la violencia para defender sus intereses, entonces quizá podríamos deducir que necesitamos diseñar mejores formas de integrar a las grandes potencias nuevas en el sistema internacional. Como mínimo, 1914 es (como fue para el presidente John F. Kennedy durante la crisis de los misiles de Cuba en 1963) una historia aleccionadora sobre lo mucho que puede deteriorarse la política internacional, y a qué velocidad, y con qué consecuencias tan terribles.
Sigue siendo importante que rechacemos las interpretaciones manipuladoras o reduccionistas del pasado cuando se utilizan para apoyar unos objetivos políticos actuales. El recurso a la historia resulta esclarecedor, sobre todo, cuando entendemos que nuestras conversaciones sobre el pasado son tan poco definitivas como nuestras reflexiones sobre el presente. La historia es “la gran maestra de la vida pública”, dijo Cicerón. Dado que no vemos el futuro, es inevitable. Pero es una maestra excéntrica. La sabiduría de la historia no nos llega en forma de lecciones preempaquetadas, sino de oráculos, cuya relación con nuestra situación actual debemos averiguar.
Christopher Clark es historiador.
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