[...]
Mientras Brigid se bañaba y vestía, Spade preparó el desayuno y volvió a dejar la
llave en el bolsillo del abrigo de Brigid.
Salió ésta del cuarto de baño silbando En Cuba.
—¿Quieres que haga la cama? —preguntó.
—Sería una estupenda idea. Faltan aún dos minutos para que los huevos estén
listos.
El desayuno estaba ya listo sobre la mesa cuando Brigid volvió a la cocina. Se
sentaron como la noche anterior y comieron con apetito.
—Y volviendo a lo del pájaro... —dijo Spade, sin dejar de comer.
La muchacha dejó el tenedor y le miró. Frunció el ceño y arrugó y contrajo la boca.
—No puedes pedirme que hable de eso esta mañana, precisamente esta mañana.
Me niego.
—La chica es testaruda —dijo Spade, metiéndose un pedazo de pan en la boca.
No vieron al muchacho cuando Spade y la chica cruzaron la acera para subir al
taxi que los aguardaba. Tampoco el taxi fue seguido. Cuando llegaron al Coronet,
ni el muchacho ni ninguna otra persona andaba por los alrededores.
Brigid no permitió que Spade entrara con ella.
—Ya es bastante llegar a casa vestida con traje de noche a estas horas de la
mañana, para encima hacerlo acompañada. Espero que no me vea nadie.
—¿Cenaremos juntos esta noche?
—Sí.
Se besaron. Brigid entró en el Coronet. Spade le dijo al conductor del taxi:
—Hotel Belvedere.
Cuando entró en el hotel vio al muchacho que le había seguido el día anterior
sentado en un diván del vestíbulo, desde donde podía observar los ascensores.
Parecía estar leyendo un periódico.
El conserje le dijo que Cairo no estaba. Spade arrugó el ceño y se pellizcó el labio
inferior. Unos puntitos de luz dorada comenzaron a bailarle en los ojos.
—Gracias —le dijo al conserje, y se alejó.
Cruzó lentamente el vestíbulo hasta el diván desde el que podían observarse los
ascensores, y se sentó a no más de doce pulgadas de distancia del muchacho
que leía el periódico.
El muchacho no levantó los ojos del periódico. Visto a esta distancia representaba
indudablemente menos de veinte años. Sus facciones eran regulares y menudas,
consonantes con su estatura y su tez muy lozana y clara. La blancura de sus
mejillas no estaba oscurecida por el menor vestigio de barba, ni tampoco porque fluyera bajo ellas sangre. Las ropas no eran nuevas, y su calidad no sobrepasaba
lo corriente; mas tanto su traje como la manera en que lo llevaba descollaban por
su pulcritud sencilla y varonil.
Spade le habló en tono natural:
—¿En dónde está? —y al mismo tiempo que hablaba sacudía las hebras de
tabaco para que cayeran desde la bolsa al papel, preparado para recogerlas.
El muchacho bajó el periódico y volvió la cabeza con deliberada lentitud,
refrenando una mayor y más natural prisa. Miró a Spade con ojos más bien
pequeños, castaños, de pestañas algo largas y rizadas, y la mirada descansó
sobre el pecho del detective.
—¿Qué? —dijo con una voz tan incolora, sosegada y fría como la cara moza.
—¿Dónde está? —dijo Spade, que andaba atareado con su cigarrillo.
—¿Quién?
—El marica.
La mirada de los ojos castaños fue subiendo a lo largo del pecho de Spade hasta
el nudo de su corbata castaña y se detuvo allí.
—¿Qué quiere? ¿Tomarme el pelo?
—Ya te avisaré cuando lo haga —dijo Spade, humedeciendo el papel del cigarrillo
y mirando al muchacho alegremente—. De Nueva York, ¿no?
El muchacho siguió con la mirada clavada sobre la corbata de Spade y no
respondió. Spade asintió, como si el chico hubiera contestado afirmativamente y
preguntó:
—¿Te echaron de allí?
El chico contempló la corbata de Spade un momento más, volvió a subir el
periódico,, concentró en él su atención y dijo hablando con una esquina de la
boca:
—Lárguese.
Spade encendió el cigarrillo, se acomodó en el diván y habló con naturalidad y
tono placentero:
—Antes de librarte de mí, muchacho, tendrás que hablar conmigo. Alguno de
vosotros tendrá que hacerlo. Y puedes decirle a G que me lo he jurado.
El muchacho bajó rápidamente el periódico y se volvió hacia Spade, clavando los
ojos castaños sobre la corbata. Tenía las menudas manos abiertas sobre el
vientre.
—Siga buscándose disgustos y los va a encontrar. En abundancia —hablaba bajo
y sin modulaciones, en tono amenazador—. Le he dicho que se largue. Lárguese.
El halcón maltés
El halcón maltés
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