Desigualdad perturbadora
Frenar la concentración de las rentas es imprescindible para la supervivencia del sistema
El País, 9 Noviembre 2014
En las dos décadas previas a la emergencia de la crisis financiera y económica global, la desigualdad en la distribución de la renta se había ampliado de forma considerable. Los datos correspondientes a 2008 difundidos por la OCDE avalaban las conclusiones de trabajos anteriores de otras instituciones y académicos, como los muy respetados de Emmanuel Saez y Thomas Picketty. Desde EE UU hasta España, en la mayoría de las economías avanzadas la etapa de expansión no sirvió para distribuir mejor. Las diferencias de renta entre países ricos y pobres se estrecharon, en gran medida como consecuencia de las ventajas asociadas a la globalización del comercio y a la movilidad internacional de la inversión. Pero las existentes dentro de la mayoría de las economías avanzadas se ampliaron.
La causa fundamental de esa adversa distribución de la renta no solo fue el mayor crecimiento en la remuneración del capital frente a la del trabajo, sino también la ampliación de la brecha en el seno de estas últimas. Las diferencias en cualificación acentuaron esa segmentación. La disposición de habilidades tecnológicas, consecuentes con la extensión de las tecnologías de la información y comunicación, y la descentralización y externalización de fases y procesos productivos aceleraron la obsolescencia de capacidades de muchos trabajadores en economías avanzadas. Junto a ello, la expansión financiera también contribuyó a que las rentas del trabajo en ese sector se diferenciaran de las del resto, impulsadas por las multimillonarias retribuciones de directivos de las empresas financieras.
Lejos de compensar esas tendencias, las políticas fiscales, las reducciones de impuestos directos y la elevación de los indirectos contribuyeron a ampliarlas. Desde 2008 la crisis ha ampliado esas diferencias. Lo ha hecho a través de la generación de desempleo y reducción de rentas del trabajo entre los individuos con menor capacidad defensiva. También a través de la penalización directa de las personas más dependientes de los servicios públicos. Las políticas de austeridad fiscal, además de acentuar el estancamiento de las economías, han aumentado la vulnerabilidad de las rentas más bajas. Y lo siguen haciendo.
El resultado más inquietante no es únicamente esa desafección creciente de capas importantes de la población, sino la perturbación de la propia dinámica económica. La evidencia es pródiga acerca del impacto adverso de esa desigualdad sobre la confianza de los agentes, sobre el consumo y la inversión y sobre la solvencia y calidad de los activos bancarios. La estabilidad del crecimiento económico, en última instancia, queda hipotecada.
Frenar esa tendencia exige que las economías vuelvan a crecer a ritmos suficientes para reducir el desempleo y bajar el elevado endeudamiento de las familias. Ello requiere en la eurozona de políticas que reduzcan la insuficiencia de la demanda agregada. Monetarias, como las esbozadas por el BCE, pero también las basadas en el aumento de la inversión pública del conjunto de la eurozona. Siendo esa expansión necesaria, la condición suficiente es poner las políticas fiscales a trabajar por una mejor distribución. De lo contrario, la amenazada no será solo la emblemática igualdad de oportunidades, sino la estabilidad del propio sistema que tradicionalmente la ha pretendido garantizar como fundamento de la propia eficiencia económica.
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