“Los padres son seres mitológicos”
Tras siete años sin publicar, el último libro del mexicano Aguilar Camín, 'Adiós a los padres', es su obra más íntima y personal
La ciudad de México la cruzan grandes avenidas. Se puede ir de una punta a la otra sorteando calles anchas repletas de arboledas. Es la huella del sueño parisiense que un tiempo sostuvo el emperador Maximiliano. La urbe más canalla, sin embargo, se encuentra a los lados, donde se suceden edificios desconchados, moteles baratos para oficinistas infieles, echadoras de cartas y beodos abrazados a la religión del tequila. En esa parte de este monstruo llamado DF, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946) se encontró un día a un viejo encorvado, con ojillos de loco y conversación delirante. Ese hombre era su padre.
Llevaba 36 años sin verlo. Sobre el escritor pendía una maldición rulfiana que su madre lanzó el día que el padre se fue del hogar sin despedirse: “Si su vida depende de un vaso de agua, no se lo doy”. Aguilar Camín esperaba encontrarse con el padre ausente al que reclamar el olvido en el que le tuvo durante décadas. En lugar de eso se topó con un hombrecito artrítico que vivía solo en una pensión de mala muerte. Poco quedaba del arrojado y enérgico comerciante que hizo fortuna con el negocio de la madera en Chetumal, un pueblo mexicano en la frontera con Belice. El novelista que alcanzó un gran prestigio intelectual y narrativo con La frontera nómada. Sonora y la revolución mexicana (1977) rememora aquel extraño episodio que vino a cerrar el círculo emocional de su vida: “Cuando lo encuentro tan disminuido, una de mis emociones es de rabia. No voy a poder tener el contrincante con el que pueda aclarar todas estas pendientes de hijo abandonado”.
Su último libro tras siete años sin publicar, Adiós a los padres, es el más íntimo y personal de Aguilar Camín. Allí donde se entrelazan la materia perfecta e imperfecta de la que está hecho: la historia de su familia. Mientras charla en la oficina de la revista que dirige, Nexos,las cenizas de su padre reposan en una estantería de libros.
Pregunta. ¿Cómo se enfrenta un historiador a los secretos familiares?
Respuesta. Tratas de mirar todo con precisión literaria y honestidad emocional más que con veracidad histórica. No me importa qué está sucediendo el año que me reencontré con mi padre, en 1995. Lo importante es qué me sucede a mí y quién es ese desconocido. Mi madre tenía dicho que no le diéramos ni un vaso de agua. Para mí el problema era ajustar lo que yo había visto, en este hombre que necesitaba ayuda urgente, con ese mandato.
P. Su madre prometió no volver a verlo.
R. Y nunca lo volvió a ver. El azar quiso que cuando ingresaron a mi padre en el hospital, mi madre estaba justo en la misma habitación de la planta de abajo. Cuando le cuento la coincidencia a mi madre, responde: “Pobre hombre”. Cuando se lo digo a él, recuerda: “Era una hermosa muchacha de Chetumal”.
P. ¿Esta es una historia de padres contra hijos?
R. En toda familia hay por lo menos una gran historia. La gran historia de la mía es cómo mi abuelo se queda con el negocio de mi padre y lo destruye. Y cómo los tumbos del tiempo de alguna manera arreglan eso y los reconcilia. Esa ruptura entre ellos condiciona toda la historia posterior de la familia. Es una historia de grandes rupturas y razonables reconciliaciones.
P. ¿Por qué su padre no deja de ser nunca un enigma?
R. Sé lo que hizo, creo entender algunas explicaciones de por qué lo hizo, pero hablando profundamente no sé quién es. Todo el esfuerzo narrativo o la mirada que intenté poner en este libro fue hablar de mis padres como si no lo fueran. Los padres son seres muy míticos. Siempre rodeados de un velo que los hace inalcanzables. Son como nuestros dioses familiares.
P. Dice que es la historia de su familia, pero ¿no es sobre todo la historia de su padre?
R. Tengo un padre ausente y una madre hiperpresente. Fui encontrando la historia completa en la alternancia de las historias. Encontré un universo enorme pero también escombros. Descubrí que realmente mi familia es una familia rota y solitaria.
P. ¿Su relación con su padre marca su relación con sus hijos?
R. Soy un padre ausente, como todos los padres deben ser. El reencuentro con mi padre cambia muchísimo mi relación con mis hijos porque ese vacío era mi gran asignatura pendiente. Era un vacío mitológico, lleno de rencor. Pero el trato con él en los últimos años me enseña que la vida es así y que este no es el señor mitológico que estaba en mi cabeza. Es un ser humano al que estoy ayudando y que tiene muchas cosas que enseñarme. Ese trato cotidiano va destruyendo el espejo maligno. Va abriendo el espacio a un señor que tiene muchos rasgos adorables con el que yo en realidad no tengo nada que saldar. Él no es responsable de mi vida ni yo de lo suya. Y podemos tener una relación de dos personas que son carne de la misma carne pero no son historia de la misma historia.
P. Durante muchos años dice usted que fue un hombre irascible.
R. Era muy impaciente como padre, como pareja, como ser humano. Sufría explosiones un poco torpes que algo tenían que ver con esta cosa de rebelarse ante las imperfecciones del mundo. Reencontrarme con mi padre fue muy reparador.
P. ¿En qué sentido?
R. Caminé con mis padres hacia la vejez. Me reconcilié con la idea de que vamos a morir. Para mí fue una lección estoica verlos irse con tranquilidad de la vida. En muchos sentidos, este libro fue un esclarecimiento y también una cura.
P. ¿Qué significado tiene escribirlo ahora?
R. La fantasía un poco infantil de que les devuelvo la vida. Cada persona que abra este libro puede de alguna manera devolverles la vida.
P. ¿Por qué considera que su historia es arquetípica en México?
R. Tiene que haber como diez millones de hogares mexicanos sin padre. Este país existe porque las mujeres mexicanas han querido que exista. Si fuera por los hombres, esto sería un desastre.
P. En ocasiones se refiere a su padre en la narración como Godot. ¿Es una forma de tomar distancia?
R. Yo no sabía cómo llamarle. Decirle papá era una intimidad que nunca tuvimos. Decirle padre era demasiado solemne. El tema era cómo ir nombrando a este personaje que en cierto modo es un gran desconocido. La solución me la dio Ángeles [Mastretta, su mujer]. Yo lo recordaba a los 12 años como un hombre alto, joven, risueño. Me encuentro en lugar de eso a un hombre encorvado, con el pelo teñido, muy disminuido de sus facultades mentales. Cuando le cuento a Ángeles, me dice que parece un personaje de Beckett, y yo digo, claro, es Godot. Es Godot porque llevo todo una vida esperando que aparezca y aparece. Un Godot imperfecto.
P. ¿Queda algo de superchería en Aguilar Camín? Su padre, tras abandonar a la familia, acaba con una vidente de la época llamada Nelly Sully.
R. Mi superchería son ellas, mi tía y mi madre. Yo las tengo como unas presencias. No es que converse con ellas pero de pronto pasan por mi cabeza. Oigo ruidos inexplicables y pienso que por ahí deben andar. Tengo otra superchería: no sé qué hacer con las cenizas que guardé de mi padre y de mi madre. Tenía pensado juntarlas en un árbol en el sueño pueril de reunir yo lo que ellos separaron. Pero la verdad es que no estoy seguro de que quisieran pasar juntos la eternidad. Estoy en medio de esas decisiones fantasmales.
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