La racionalidad de la acción terrorista hecha en nombre del profeta de un dios, me lleva a releer "Dios y el Estado" tras escuchar al presidente del Ejecutivo del Estado del Reino de España decir "el bárbaro ataque". No ha sido "bárbaro" (acción de quienes habitan fuera del Imperio de la Unión Europea) sino "culto" (acción realizada por quienes habitan dentro del Imperio de la Unión Europea).
¿Algún europeo ha pensado que la EU es un Imperio?. Y, ¿ha pensado que es un Imperio bajo la protección del profeta Jesús de Nazareth del mismo dios del que es profeta Mahoma?
Es de interés para el homo ludens y no para el nedecans leer en familia y en voz alta.
Tomo una edición Argentina: ISBN: 987-20874-0-7
“Mientras exista una clase inferior, perteneceré a ella. Mientras haya un elemento criminal, estaré hecho de él. Mientras permanezca un alma en prisión, no seré libre.”
DIOS Y EL ESTADO
Mijail Bakunin
EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD
Si dios no existiese habría que inventarlo.
Porque, comprenderéis, es preciso una religión para el pueblo. Eso es la válvula de seguridad.
Existe, en fin, una categoría bastante numerosa de almas honestas, pero débiles, que, demasiado inteligentes para tomar en serio los dogmas cristianos, los rechazan en detalle, pero no tienen ni el valor, ni la fuerza, ni la resolución necesarios para rechazarlos totalmente. Dejan a vuestra crítica todos los absurdos particulares de la religión, se burlan de todos los milagros, pero se aferran con desesperación al absurdo principal, fuente de todos los demás, al milagro que explica y legítima todos los otros milagros: a la existencia de dios. Su dios no es el ser vigoroso y potente, el dios brutalmente positivo de la teología. Es un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio que cuando se cree palparle se transforma en Nada; es un milagro, un fuego fatuo que ni calienta ni ilumina. Y sin embargo sostienen y creen que si desapareciese, desaparecería todo con él. Son almas inciertas, enfermizas, desorientadas en la civilización actual, que no pertenecen ni al presente ni al porvenir, pálidos fantasmas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra, y que ocupan entre la política burguesa y el socialismo del proletariado absolutamente la misma posición. No se sienten con fuerza ni para pensar hasta el fin, ni para querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y su labor esforzándose siempre por conciliar lo inconciliable. En la vida pública se llaman socialistas burgueses.
Ninguna discusión con ellos ni contra ellos es posible. Están demasiado enfermos.
Pero hay un pequeño número de hombres ilustres, de los cuales nadie se atreverá a hablar sin respeto, y de los cuales nadie pensará en poner en duda ni la salud vigorosa, ni la fuerza de espíritu, ni la buena fe. Baste citar los nombres de Mazzini, de Michelet, de Quinet, de John Stuart Mill. Almas generosas y fuertes, grandes corazones, grandes espíritus, grandes escritores y, el primero, resucitador heroico y revolucionario de una gran nación, son todos apóstoles del idealismo y los adversarios apasionados del materialismo, y por consiguiente también del socialismo, en filosofía como en política.
Es con ellos con quienes hay que discutir esta cuestión.
Comprobemos primero que ninguno de los hombres ilustres que acabo de mencionar, ni ningún otro pensador idealista un poco importante de nuestros días, se ha ocupado propiamente de la parte lógica de esta cuestión. Ninguno ha tratado de resolver filosóficamente la posibilidad del salto mortale divino de las regiones eternas y puras del espíritu al fango del mundo material. ¿Tienen temor a abordar esa insoluble contradicción y desesperan de resolverla después que han fracasado los más grandes genios de la historia, o bien la han considerado como suficientemente resuelta ya? Es su secreto. El hecho es que han dejado a un lado la demostración teórica de la existencia de un dios, y que no han desarrollado más que las razones y las consecuencias prácticas de ella. Han hablado de ella todos como de un hecho universalmente aceptado y como tal imposible de convertirse en objeto de una duda cualquiera; limitándose, por toda prueba, a constatar la antigüedad y la universalidad misma de la creencia en dios.
Esta unanimidad imponente, según la opinión de muchos hombres y escritores ilustres, y para no citar sino los más renombrados de ellos, según la opinión elocuentemente expresada de Joseph de Maistre y del gran patriota italiano Giuseppe Mazzini, vale más que todas las demostraciones de la ciencia; y si la lógica de un pequeño número de pensadores consecuentes y aun muy poderosos, pero aislados, le es contraria, tanto peor, dicen ellos, para esos pensadores y para su lógica, porque el consentimiento general, la adopción universal y antigua de una idea han sido considerados en todos los tiempos como la prueba más victoriosa de su verdad. El sentimiento de todo el mundo, una convicción que se encuentra y se mantiene siempre y en todas partes, no podría engañarse. Debe tener su raíz en una necesidad abso- lutamente inherente a la naturaleza misma del hombre. Y puesto que ha sido comprobado que todos los pueblos pasados y presentes han creído y creen en la existencia de dios, es evidente que los que tienen la desgracia de dudar de ella, cualquiera que sea la lógica que los haya arrastrado a esa duda, son excepciones anormales, monstruos.
Así, pues, la antigüedad y la universalidad de una creencia serían, contra toda la ciencia y contra toda lógica, una prueba suficiente e irreductible de su verdad. ¿Y por qué?
Hasta el siglo de Copérnico y de Galileo, todo el mundo había creído que el Sol daba vueltas alrededor de la Tierra. ¿No se engañó todo el mundo? ¿Hay cosa más antigua y más universal que la esclavitud? La antropofagia quizá. Desde el origen de la sociedad histórica hasta nuestros días hubo siempre y en todas partes explotación del trabajo forzado de las masas, esclavas, siervas o asalariadas, por alguna minoría dominante; opresión de los pueblos por la iglesia y por el Estado. ¿Es preciso concluir que esa explotación y esa opresión sean necesidades absolutamente inherentes a la existencia misma de la sociedad humana? He ahí ejemplos que muestran que la argumentación de los abogados del buen dios no prueba nada.
Nada es en efecto tan universal y tan antiguo como lo inicuo y lo absurdo, y, al contrario, son la verdad y la justicia las que, en el desenvolvimiento de las sociedades humanas, son menos universales y más jóvenes; lo que explica también el fenómeno histórico constante de las persecuciones inauditas de que han sido y continúan siendo objeto aquellos que las proclaman, primero por parte de los representantes oficiales, patentados e interesados de las creencias “universales” y “antiguas”, y a menudo por parte también de aquellas mismas masas populares que, después de haberlos atormentado, acaban siempre por adoptar y hacer triunfar sus ideas.
Para nosotros, materialistas y socialistas revolucionarios, no hay nada que nos asombre ni nos espante en ese fenómeno histórico. Fuertes en nuestra conciencia, en nuestro amor a la verdad, en esa pasión lógica que constituye por sí una gran potencia, y al margen de la cual no hay pensamiento; fuertes en nuestra pasión por la justicia y en nuestra fe inquebrantable en el triunfo de la humanidad sobre todas las bestialidades teóricas y prácticas; fuertes, en fin, en la confianza y en el apoyo mutuos que se prestan el pequeño número de los que comparten nuestras convicciones, nos resignamos por nosotros mismos a todas las consecuencias de ese fenómeno histórico, en el que vemos la manifestación de una ley social tan natural, tan necesaria y tan invariable como todas las demás leyes que gobiernan el mundo.
Esta ley es una consecuencia lógica, inevitable, del origen animal de la sociedad humana; ahora bien, frente a todas las pruebas científicas, psicológicas, históricas que se han acumulado en nuestros días, tanto como frente a los hechos de los alemanes, conquistadores de Francia, que dan hoy una demostración tan brillante de ello, no es posible, verdaderamente, dudar de la realidad de ese origen. Pero desde el momento que se acepta ese origen animal del hombre, se explica todo. La historia se nos aparece, entonces, como la negación revolucionaria, ya sea lenta, apática, adormecida, ya sea apasionada y poderosa del pasado. Consiste precisamente en la negación progresiva de la animalidad primera del hombre por el desenvolvimiento de su humanidad. El hombre, animal feroz, primo del gorila, ha partido de la noche profunda del instinto animal para llegar a la luz del espíritu, lo que explica de una manera completamente natural todas sus divagaciones pasadas, y nos consuela en parte de sus errores presentes. Ha partido de la esclavitud animal y después de atravesar su esclavitud divina, término transitorio entre su animalidad y su humanidad, marcha hoy a la conquista y a la realización de su libertad humana. De donde resulta que la antigüedad de una creencia, de una idea, lejos de probar algo en su favor, debe, al contrario, hacérnosla sospechosa. Porque detrás de nosotros está nuestra animalidad y ante nosotros la humanidad, y la luz humana, la única que puede calentarnos e iluminarnos, la única que puede emanciparnos, nos hace dignos, libres, dichosos, y la realización de la fraternidad entre nosotros no está al principio, sino, relativamente a la época en que se vive, al fin de la historia. No miremos, pues, nunca atrás, miremos siempre hacia adelante, porque adelante está nuestro sol y nuestra salvación; y si es permitido, si es útil, necesario volver- nos, en vista del estudio de nuestro pasado, no es más que para comprobar lo que hemos sido y lo que no debemos ser más, lo que hemos creído y pensado, y lo que no debemos creer ni pensar más, lo que hemos hecho y lo que no debemos volver a hacer.
Eso por lo que se refiere a la antigüedad. En cuanto a la universalidad de un error, no prueba más que una cosa: la similitud, si no la perfecta identidad de la naturaleza humana en todos los tiempos y bajo todos los climas. Y puesto que se ha comprobado que los pueblos de todas las épocas de su vida han creído, y creen todavía, en dios, debemos concluir simplemente que la idea divina, salida de nosotros mismos, es un error históricamente necesario en el desenvolvimiento de la humanidad, y preguntarnos por qué y cómo se ha producido en la historia, por qué la inmensa mayoría de la especie humana la acepta aún como una verdad.
En tanto que no podamos darnos cuenta de la manera cómo se produjo la idea de un mundo sobrenatural y divino y cómo ha debido fatalmente producirse en el desenvolvimiento histórico de la conciencia humana, podremos estar científicamente convencidos del absurdo de esa idea pero no llegaremos a destruirla nunca en la opinión de la mayoría. En efecto: no estaremos en condiciones de atacarla en las profundidades mismas del ser humano, donde ha nacido, y, condenados a una lucha estéril, sin salida y sin fin, deberemos contentarnos siempre con combatirla sólo en la superficie, en sus innumerables manifestaciones, cuyo absurdo, apenas derribado por los golpes del sentido común, renacerá inmediatamente bajo una forma nueva y no menos insensata. En tanto que persista la raíz de todos los absurdos que atormentan al mundo, la creencia en dios permanecerá intacta, no cesará de echar nuevos retoños. Es así como en nuestros días, en ciertas regiones de la más alta sociedad, el espiritismo tiende a instalarse sobre las ruinas del cristianismo.
No es sólo en interés de las masas, es en el de la salvación de nuestro propio espíritu que debemos esforzarnos en comprender la génesis histórica de la idea de dios, la sucesión de las causas que desarrollaron y produjeron esta idea en la conciencia de los hombres. Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto que no hayamos comprendido esas causas, nos dejaremos dominar más o menos por los clamores de esa conciencia universal de que no habremos sorprendido el secreto; y, vista la debilidad natural del individuo aun del más fuerte ante la influencia omnipotente del medio social que lo rodea, corremos siempre el riesgo de volver a caer tarde o temprano, y de una manera o de otra, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos de esas conversiones vergonzosas son frecuentes en la sociedad actual. [...]
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