CAPÍTULO VIII
No se puede mentir para salvar a otros
11. Tal vez alguien piense que se puede mentir, en favor de otro, para conservarle la vida o para que no tropiece en aquellas cosas que ama demasiado de manera que pueda llegar a comprender la verdad eterna. En primer lugar, no se entiende que no habría infamia que no tuviéramos que aceptar, en las mismas condiciones, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, además, la autoridad de la misma doctrina se bloquearía y quedaría prácticamente muerta si, con nuestra mentira, persuadimos a aquellos que intentamos atraer hacia ella, que, a veces, se puede mentir. Pues, como la doctrina de la salvación consta de verdades que en parte se deben creer y en parte comprender, pero no se puede llegar a las segundas si no se creen las primeras. ¿Cómo se puede creer al que piensa que, a veces, se puede mentir, no vaya a suceder que mienta, precisamente, cuando nos manda creer? ¿Cómo se puede saber si entonces tendrá también alguna razón, como él piensa, para una mentira complaciente, pues juzga que, aterrorizado con una falsa narración, se puede apartar a un hombre de una acción libidinosa, y de este modo atraerle, mintiendo, a las cosas espirituales? Admitido y aprobado ese género de mentiras, toda la doctrina de la fe cae por tierra, y, una vez arruinada, ni siquiera se puede alcanzar la inteligencia con la cual se nutren los niños en la fe. Así, se destruye toda la doctrina de la verdad si se cede desenfrenadamente a la falsedad, cuando se abre un boquete para que entre la mentira, aunque sea la de oficio. Todo el que miente antepone los intereses temporales, propios o ajenos, a la verdad. ¿Qué se puede hacer más perverso? Pues, si con la ayuda de la mentira quiere hacer a alguien apto para entender la verdad, le cierra su única entrada, pues queriendo convertirse en seguro, cuando miente, se hace inseguro hasta cuando dice la verdad. Por consiguiente, o no podemos creer a los buenos, o se debe creer a aquellos que dicen que, a veces, se debe mentir, o no debemos creer que los buenos mientan nunca. De estas tres cosas, lo primero es pernicioso, lo segundo sería necio, y, por tanto, solo queda que los buenos nunca mientan.
CAPÍTULO IX
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