Una comunidad imaginaria
Los extremistas no representan a la población musulmana francesa, que está mucho más integrada de lo que se cree. La radicalización solamente afecta a una parte marginal de la juventud
El atentado que ha sufrido en París la revista satírica Charlie Hebdo ha reactivado el debate que ya suscitaba en Francia la compatibilidad entre el islam y Occidente. La cuestión es más delicada en Europa occidental que en Estados Unidos debido a la enorme cantidad de musulmanes que no solo residen aquí, sino que también son ciudadanos.
Una extraña coincidencia hizo que el mismo día del mortífero atentado contra Charlie Hebdo se produjera la largamente esperada publicación de Sumisión, la última novela del siempre exitoso autor francés Michel Houellebecq. El libro imagina la victoria de un partido musulmán moderado en las elecciones presidenciales y generales francesas de 2022.
La cuestión de la compatibilidad entre el islam y la cultura política francesa u occidental ya no solo atrae la atención de los sospechosos habituales: la derecha populista, cristianos conservadores o laicistas acérrimos de izquierdas. Convertida en algo que desata pasiones, ya ha calado en todo el espectro político. Ahora, la población musulmana —que no se identifica con terroristas— se teme una virulenta reacción antimusulmana.
Grosso modo, dos son los relatos que se enfrentan en la cuestión sobre la compatibilidad entre la cultura musulmana y la sociedad francesa. Según el dominante, el problema principal es el islam, porque coloca la lealtad a la comunidad de creyentes por encima de la lealtad a la nación. No acepta críticas, no cede en materia de normas y valores, y justifica ciertos tipos de violencia como la yihad. Para los partidarios de este relato, la única solución es una reforma teológica que genere un “buen” islam, conducente a una religión liberal, feminista y abierta a los homosexuales. Periodistas y políticos no dejan de ir detrás de los “buenos musulmanes” y de emplazarlos a mostrar sus credenciales de “moderados”.
Por otra parte, muchos musulmanes, laicos o creyentes, con el apoyo de una izquierda multiculturalista, aducen que la radicalización no procede del islam sino de jóvenes alienados que son víctimas del racismo y la exclusión, y que el verdadero problema es la islamofobia. Condenan el terrorismo al tiempo que denuncian una virulenta reacción que podría radicalizar a más jóvenes musulmanes.
El problema es que los dos relatos presuponen la existencia de una “comunidad musulmana” francesa de la que los terroristas serían una especie de “vanguardia”. La yuxtaposición de ambos ha conducido a un punto muerto. Para superarlo, primero es necesario tener en cuenta varios hechos innegables, que no queremos reconocer porque nos demuestran que los jóvenes radicalizados no son en modo alguno la vanguardia o los portavoces de la población musulmana y que, en realidad, en Francia no existe una “comunidad musulmana”.
Los jóvenes radicalizados, remitiéndose mayormente a un imaginario entorno político musulmán (la umma de antaño), están tan deliberadamente enfrentados con el islam de sus padres como con el conjunto de la cultura musulmana. Se inventan un islam que se opone a Occidente. Proceden de la periferia del mundo musulmán. Lo que los induce a actuar son los alardes de violencia que muestran los medios de comunicación occidentales. Encarnan una ruptura generacional (sus padres ahora llaman a la policía cuando sus hijos se van a Siria) y no tienen relación ni con la comunidad religiosa local ni con las mezquitas del barrio.
Esos jóvenes se autorradicalizan en Internet, buscando una yihad global. No les interesan problemas concretos del mundo musulmán como Palestina. En pocas palabras, no aspiran a la islamización de la sociedad en la que viven, sino a la materialización de su enfermiza fantasía heroica (“Hemos vengado al profeta Mahoma”, proclamaban algunos de los asesinos de Charlie Hebdo).
La gran mayoría de los radicales conversos demuestra claramente que la radicalización está teniendo lugar entre una parte marginal de la juventud, no en el núcleo de la población musulmana.
Por el contrario, se podría decir que los datos demuestran que los musulmanes franceses están más integrados de lo que normalmente se cree. En todos los atentados “islamistas” ha perecido por lo menos un miembro musulmán de las fuerzas de seguridad: por ejemplo, Imad Ibn Ziaten, el soldado francés asesinado por Mohamed Merah en Toulouse en 2012; o el agente Ahmed Merabet, que resultó muerto al intentar detener a los asesinos en las oficinas de Charlie Hebdo.
En lugar de citar a estas personas como ejemplos, se las considera contraejemplos. Se dice que el “verdadero” musulmán es el terrorista y que los demás son excepciones. Pero, estadísticamente, eso es falso. En Francia hay más musulmanes en las Fuerzas Armadas, la policía y la gendarmería que en las redes de Al Qaeda, por no hablar de la Administración, los hospitales, la profesión jurídica o el sistema educativo.
Otro tópico es que los musulmanes no condenan el terrorismo. Pero Internet, y esto es solo un ejemplo, rebosa de condenas y de fatuas antiterroristas. Si los hechos contradicen la tesis de la radicalización de la población musulmana, entonces ¿por qué no se reconocen? Porque se ve en la población musulmana a una comunidad de gran influencia a la que se crítica tanto por tener esa influencia como por no ejercerla. Se la critica por ser una comunidad, pero después se le pide que reaccione como tal ante el terrorismo. A esto se le llama callejón sin salida: tienes que ser lo que yo te pido que no seas.
Si en el nivel local, en los barrios, hay ciertos tipos de comunidad, no existe tal cosa en el nivel nacional. Los musulmanes de Francia nunca han querido organizar instituciones representativas y ni siquiera el más reducido grupo de presión musulmán. No hay indicios de que se vaya a crear un partido político islámico. En la esfera política francesa los candidatos de origen musulmán se encuentran diseminados por todo el espectro (incluso en la extrema derecha). No hay un “voto musulmán”.
Tampoco hay una red de escuelas confesionales musulmanas (en Francia existen menos de 10), ni movilización en las calles (ninguna manifestación en torno a una causa musulmana ha atraído a más de unos pocos miles de personas) y casi no hay grandes mezquitas (casi siempre financiadas con dinero del exterior), solo un puñado de pequeñas mezquitas locales.
Cuando ha habido un intento de crear una comunidad ha venido de arriba, del Estado, no de los ciudadanos. A la supuesta representación organizada del Consejo Francés de la Fe Musulmana de la Gran Mezquita de París tanto el Gobierno francés como los Gobiernos extranjeros la mantienen a distancia. Y carece de legitimidad local. En pocas palabras, la “comunidad” musulmana, adoleciendo de un individualismo muy galo, se resiste a ser controlada. Y eso es positivo.
No obstante, lo mismo la izquierda que la derecha no dejan de hablar de la famosa comunidad musulmana, tanto para denunciar su negativa a integrarse como para calificarla de víctima de la islamofobia. Esos dos relatos enfrentados se basan en la misma fantasía: una comunidad musulmana imaginaria.
En Francia no hay una comunidad musulmana, sino una población musulmana. Admitir esta sencilla verdad ya sería un buen antídoto contra la histeria actual y la venidera.
Olivier Roy es profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia y autor deL’échec de l’islam politique [El fracaso del islam político].
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Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
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