“Lo menos que se decía era fusilar”
El historiador Ángel Viñas rescata las memorias inéditas del diplomático que montó el servicio exterior de Franco en 1936
El 11 de octubre de 1936 el catalán Francisco Serrat Bonastre, yerno del escritor Juan Valera, se instaló en un hotel de Burgos para comenzar a trabajar para el cuartel general de Franco como responsable de las relaciones exteriores. Serrat había vivido hasta entonces en Varsovia, donde era ministro (el equivalente al embajador de hoy) de la República. Conservador como era, el golpe del 18 de julio le animó a dar un portazo al Gobierno y ofrecerse a los sublevados. Un viraje corriente en la carrera diplomática.
Desde Burgos, Serrat se desplazaba a Salamanca cada vez que era requerido por Franco para alguna cuestión internacional. Lo que allí vio y escuchó se recogió en unas memorias sólo accesibles para su familia durante 75 años hasta que el historiador (y también diplomático) Ángel Viñas se interesó y fascinó por ellas. Gracias a su edición y estudio en el libro Salamanca, 1936 (Crítica), se dispondrá ahora de un relato de primera mano de la atmósfera del cuartel de Franco. Un registro fiel. Aunque por poco tiempo, Serrat fue uno de ellos.
“Escribió sus memorias de la guerra, a finales de 1937, en su exilio forzoso, para explicar a su familia qué había visto. Tiene el plus de la sinceridad, no tenía por qué mentir porque es un testimonio de primera mano que no está destinado a la publicación”, precisa el catedrático emérito de la Universidad Complutense.
En el cuartel general de Franco, según Serrat, reinaban el caos, la vehemencia y las maniobras: “Los que mangoneaban eran quienes tenían libre entrada y salida en el despacho del Generalísimo”. Al diplomático le espanta en especial el abuso de poder de Nicolás Franco. No era el único. “Todo el que se consideraba con el signo más ínfimo de autoridad podía permitirse requisar lo que se le antojara del infeliz particular. Casas, muebles, automóviles, etc. Desgraciadamente para contar como alguien era indispensable exhibir una vestimenta más o menos guerrera y darse un título sonoro”. Serrat cuenta que todos los vehículos habían sido confiscados con la excusa de las necesidades militares. “El infeliz paisano se encontraba a merced de cualquier botarate que llevara camisa azul o boina roja… Lo menos que se decía era fusilar. Este era el remedio para todo... Todos rivalizaban en celo exterminador… Se vivía en un ambiente de terror”.
Serrat acabaría pagando un alto precio por su distanciamiento. “No es normal que un diplomático que ha sido primero de su promoción y primero en el escalafón, luego se le persiga hasta querer quitarle la pensión. Muestra el ensañamiento de los hermanos Franco”, sostiene Viñas.
Desde su exilio en Suiza, Serrat confiesa su pesar por no haber sido más concienzudo, atenazado por el miedo a ser descubierto: “Cada vez lamento más no haber tomado apuntes día por día… No podía exponerme a que mis apuntes, por ecuánimes que fueran, caso de caer en manos inquisitoriales, se convirtieran en materia delictiva… Había que desconfiar hasta de la propia sombra”.
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