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2 jun 2014

Adios, nos veremos allá arriba. Os esperaré.

Hoy es un dia que me invita a leer el libro que sigue:




NOS VEMOS ALLÁ ARRIBA
 (Au revoir là-haut) Pierre Lemaitre
(Traducción del francés de José Antonio Soriano Marco)
Editorial Salamandra, 2014

A Pascaline
Para mi hijo Victor, con todo mi cariño


Noviembre de 1918

Te doy cita en el cielo, donde espero que Dios nos reúna. Nos vemos allá arriba, mi querida esposa...
(Últimas palabras escritas por Jean Blanchard, el 4 de diciembre de 1914)


Todos los que pensaban que aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a causa de la guerra. Así que, en octubre, Albert recibió con bastante escepticismo los rumores sobre un armisticio. Les dio tanto crédito como a la propaganda del principio, que aseguraba, por ejemplo, que las balas de los boches eran tan blandas que se estrellaban contra los uniformes igual que peras pasadas, y provocaban las carcajadas de los regimientos franceses. En cuatro años, Albert había visto la tira de tipos muertos de risa por el impacto de una bala alemana.

Era consciente de que su negativa a creer en la inminencia de un armisticio tenía algo de superstición: cuanto más se espera la paz, menos crédito se da a las noticias que la anuncian, es un modo de ahuyentar la mala suerte. Sólo que esas noticias llegaban día tras día en secuencias cada vez más seguidas y en todas partes se repetía que la guerra estaba realmente a punto de terminar. Por increíble que pudiera parecer, incluso se pronunciaron discursos sobre la necesidad de desmovilizar a los veteranos, que llevaban años en el frente. Cuando el armisticio se convirtió al fin en una perspectiva razonable, hasta los más pesimistas empezaron a aca- riciar la esperanza de salir con vida de la contienda. En consecuencia, nadie siguió mostrando el mismo ardor en las cuestiones ofensivas. Se decía que la 163.a División de Infantería intentaría cruzar el Meuse por la fuerza. Aún había quien hablaba de liarse a guantazos con el enemigo, pero, en términos generales, entre los de abajo, entre Albert y sus camaradas, después de la victoria de los aliados en Flandes, la liberación de Lille, la derrota austríaca y la capitulación de los turcos, había mucho menos entusiasmo que entre los oficiales. El éxito de la ofensiva italiana, los ingle- ses en Tournai, los estadounidenses en Châtillon...: estaba claro quién llevaba las de ganar. El grueso de la unidad se puso a contar las horas, y empezó a vislumbrarse una clara línea divisoria entre quienes, como Albert, habrían esperado al final de la guerra senta- dos tranquilamente junto al petate, fumando y escribiendo cartas, y quienes se morían de ganas de aprovechar los últimos días para zurrarse un poquito más con los boches.

Esa línea de demarcación se correspondía exactamente con la que separaba a los oficiales del resto de los hombres. Nada nuevo, se decía Albert. Los mandos quieren ganar todo el terreno posible para sentarse a la mesa de negociaciones en posición de fuerza. Serían capaces de sostener que conquistar treinta metros podría cambiar realmente el desenlace de la guerra y que morir hoy es aún más útil que haber muerto ayer.

El teniente d’Aulnay-Pradelle pertenecía a esta categoría. Al referirse a él, todos omitían el nombre de pila, el «de», el «Aulnay» y el guión, y lo llamaban simplemente «Pradelle». Sabían que eso lo sacaba de quicio. Pero jugaban con ventaja, porque no dejarlo traslucir era para él una cuestión de orgullo. Orgullo de clase. A Albert no le gustaba. Quizá porque era guapo. Alto, delgado, elegante, con una buena mata de pelo castaño oscuro y ondulado, la nariz recta y unos labios finos y maravillosamente perfilados. Y los ojos muy azules. Para Albert, un tipo realmente antipático. Y encima, siempre estaba enfadado. Era un hombre impaciente, que no tenía término medio: o aceleraba o frenaba; entre lo uno y lo otro, nada. Avanzaba adelantando un hombro, como si quisiera empujar los muebles, llegaba junto a ti a toda velocidad y se sentaba de golpe, ésa era su marcha habitual. Era una mezcla curiosa: con sus aires aristocráticos, parecía sumamente civilizado y al mismo tiempo absolutamente brutal. En cierto modo, como aquella guerra. Tal vez por eso se encontrara tan a gusto en ella. Y además, tenía una espalda... De remar, o de jugar al tenis, seguro.
[...]

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