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7 jun 2014

Melancolía y Duelo a la muerte de mi padre.



La muerte del Hospital General de Asturias, la abdicación de SM Juan Carlos I, y tantos hechos mas, me sumen en un estado anímico de melancolía, de abatimiento que, entiendo se debe a no comprender el "cambio" de velocidades de la sociedad en la que estoy.

Con mi cumpleaños, mi familia se ha transformado en un poliedro visible como un solo ángulo de -33º. Solo tengo el deseo de ver crecer a mi familia o que envejezca. Este último hecho comenzará el 13 de Agosto y finalizará el 15 de Agosto para volver a tornarse el 3 de Octubre. Antes, mi Familia Grande volverá a cambiar tras el cumpleaños de la muerte de mi padre, por asesinato, el 25 de Julio de 2012.


Melancolía (con el "poliedro")- Alberto Durero 




Duelo y Melancolía
Sigmund Freud

Después de habernos servido del sueño como modelo normal de las perturbaciones mentales narcisistas, vamos a intentar esclarecer la esencia de la melancolía, comparándola con el duelo, afecto normal paralelo a ella. Pero esta vez hemos de anticipar una confesión, que ha de evitarnos conceder un valor exagerado a nuestros resultados. La melancolía, cuyo concepto no ha sido aún fijamente determinado, ni siquiera en la Psiquiatría descriptiva, muestra diversas formas clínicas, a las que no se ha logrado reducir todavía a una unidad, y entre las cuales hay algunas que recuerdan más las afecciones somáticas que las psicógenas. Abstracción hecha de algunas impresiones, asequibles a todo observador, se limita nuestro material a un pequeño número de casos sobre cuya naturaleza psicógena no cabía duda. Así, pues, nuestros resultados no aspiran a una validez general; pero nos consolaremos pensando que con nuestros actuales medios de investigación no podemos hallar nada que no sea típico, sino de toda una clase de afecciones, por lo menos de un grupo más limitado.

Las múltiples analogías del cuadro general de la melancolía con el del duelo, justifican un estudio paralelo de ambos estados. En aquellos casos en los que nos es posible llegar al descubrimiento de las causas por influencias ambientales que los han motivado, las hallamos también coincidentes. El duelo es, por lo general, la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etc. Bajo estas mismas influencias surge en algunas personas, a las que por lo mismo atribuimos una predisposición morbosa, la melancolía en lugar del duelo. Es también muy notable que jamás se nos ocurra considerar el duelo como un estado patológico y someter al sujeto a un tratamiento médico, aunque se trata de un estado que le impone considerables desviaciones de su conducta normal. Confiamos, efectivamente, en que al cabo de algún tiempo desaparecerá por sí solo y juzgaremos inadecuado e incluso perjudicial perturbarlo. La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución de amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones, de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo. Este cuadro se nos hace más inteligible cuando reflexionamos que el duelo muestra también estos caracteres, a excepción de uno solo; la perturbación del amor propio. El duelo intenso, reacción a la pérdida de un ser amado, integra el mismo doloroso estado de ánimo, la cesación del interés por el mundo exterior —en cuanto no recuerda a la persona fallecida—, la pérdida de la capacidad de elegir un nuevo objeto amoroso —lo que equivaldría a sustituir al desaparecido— y al apartamiento de toda actividad no conectada con la memoria del ser querido. Comprendemos que esta inhibición y restricción del yo es la expresión de su entrega total al duelo que no deja nada para otros propósitos e intereses. En realidad, si este estado no nos parece patológico es tan sólo porque nos lo explicamos perfectamente.

Aceptamos también el paralelo, a consecuencia del cual calificamos de «doloroso» el estado de ánimo del duelo. Su justificación se nos evidenciará cuando lleguemos a caracterizar económicamente el dolor. Mas, ¿en qué consiste la labor que el duelo lleva a cabo? A mi juicio, podemos describirla en la forma siguiente: el examen de la realidad ha mostrado que el objeto amado no existe ya y demanda que la libido abandone todas sus ligaduras con el mismo. Contra esta demanda surge una oposición naturalísima, pues sabemos que el hombre no abandona gustoso ninguna de las posiciones de su libido, aun cuando les haya encontrado ya una sustitución. Esta oposición puede ser tan intensa que surjan el apartamiento de la realidad y la conservación del objeto por medio de una psicosis desiderativa alucinatoria. Lo normal es que el respeto a la realidad obtenga la victoria. Pero su mandato no puede ser llevado a cabo inmediatamente, y sólo es realizado de un modo paulatino, con gran gasto de tiempo y de energía de carga, continuando mientras tanto la existencia psíquica del objeto perdido. Cada uno de los recuerdos y esperanzas que constituyen un punto de enlace de la libido con el objeto es sucesivamente despertado y sobrecargado, realizándose en él la sustracción de la libido. No nos es fácil indicar en términos de la economía por qué la transacción que supone esta lenta y paulatina realización del mandato de la realidad ha de ser tan dolorosa. Tampoco deja de ser singular que el doloroso displacer que trae consigo nos parezca natural y lógico. Al final de la labor del duelo vuelve a quedar el yo libre y exento de toda inhibición.

Apliquemos ahora a la melancolía lo que del duelo hemos averiguado. En una serie de casos constituye también evidentemente una reacción a la pérdida de un objeto amado. Otras veces, cuando las causas estimulantes son diferentes, observamos que la pérdida es de naturaleza más ideal. El sujeto no ha muerto, pero ha quedado perdido como objeto erótico (el caso de la novia abandonada). Por último, en otras ocasiones creemos deber mantener la hipótesis de tal pérdida; pero no conseguimos distinguir claramente qué es lo que el sujeto ha perdido, y hemos de admitir que tampoco a éste le es posible percibirlo conscientemente. 

 A este caso podría reducir también aquel en el que la pérdida, causa de la melancolía, es conocida al enfermo, el cual sabe a quién ha perdido, pero no lo que con él ha perdido. De este modo nos veríamos impulsados a relacionar la melancolía con una pérdida de objeto sustraída a la conciencia, diferenciándose así del duelo, en el cual nada de lo que respecta a la pérdida es inconsciente.

En el duelo nos explicamos la inhibición y la falta de interés por la labor de duelo, que absorbe el yo. La pérdida desconocida, causa de la melancolía, tendría también como consecuencia una labor interna análoga, a la cual habríamos de atribuir la inhibición que tiene efecto en este estado. Pero la inhibición melancólica nos produce una impresión enigmática, pues no podemos averiguar qué es lo que absorbe tan por completo al enfermo. El melancólico muestra, además, otro carácter que no hallamos en el duelo: una extraordinaria disminución de su amor propio, o sea un considerable empobrecimiento de su yo. En el duelo el mundo aparece desierto y empobrecido ante los ojos del sujeto.

En la melancolía es el yo lo que ofrece estos rasgos a la consideración del paciente. Este nos describe su yo como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso alguno y moralmente condenable. Se dirige amargos reproches, se insulta y espera la repulsa y el castigo. Se humilla ante todos los demás y compadece a los suyos por hallarse ligados a una persona tan despreciable. No abriga idea ninguna de que haya tenido efecto en él una modificación, sino que extiende su crítica al pasado y afirma no haber sido nunca mejor. El cuadro de este delirio de empequeñecimiento (principalmente moral) se completa con insomnios, rechazo a alimentarse y un sojuzgamiento, muy singular desde el punto de vista psicológico, del instinto, que fuerza a todo lo animado a mantenerse en vida.

Tanto científica como terapéuticamente seria infructuoso contradecir al enfermo cuando expresa tales acusaciones contra su yo. Debe de tener cierta razón y describirnos algo que es en realidad como a él le parece. Así, muchos de sus datos tenemos que confirmarlos inmediatamente sin restricción alguna. Es realmente tan incapaz de amor, de interés y de rendimiento como dice; pero todo esto es secundario y constituye, según sabemos, un resultado de la ignorada labor que devora a su yo, y que podemos comparar a la labor del duelo. En otras de sus acusaciones nos parece también tener razón, comprobando tan sólo que percibe la verdad más claramente que otros sujetos no melancólicos. Cuando en su autocrítica se describe como un hombre pequeño, egoísta, deshonesto y carente de ideas propias, preocupado siempre en ocultar sus debilidades, puede en realidad aproximarse considerablemente al conocimiento de sí mismo, y en este caso nos preguntamos por qué ha tenido que enfermar para descubrir tales verdades, pues es indudable que quien llega a tal valoración de sí propio —análoga a la que el príncipe Hamlet se aplicaba y aplicaba a todos los demás; es indudable, repetimos, que quien llega a tal valoración de sí propio y la manifiesta públicamente está enfermo, ya diga la verdad, ya se calumnie más o menos. No es tampoco difícil observar que entre la intensidad de la autocrítica del sujeto y su justificación real, según nuestra estimación del mismo, no existe correlación alguna. Una mujer que antes de enfermar de melancolía ha sido siempre honrada, hacendosa y fiel, no hablará luego mejor de sí misma que otra paciente a la que nunca pudimos atribuir tales cualidades; e incluso la primera tiene más probabilidades de enfermar de melancolía, que la última, de la cual tampoco nosotros tendríamos nada bueno que decir. Por último, comprobamos el hecho singular de que el enfermo melancólico no se conduce tampoco como un individuo normal, agobiado por los remordimientos. Carece, en efecto, de todo pudor frente a los demás, sentimiento que caracteriza el remordimiento normal. En el melancólico observamos el carácter contrario, o sea el deseo de comunicar a todo el mundo sus propios defectos, como si en este rebajamiento hallara una satisfacción.

Así, pues, carece de importancia que el paciente tenga o no razón en su autocrítica, y que ésta coincida más o menos con nuestra propia opinión de su personalidad. Lo esencial es que describe exactamente su situación psicológica. Ha perdido la propia estimación y debe de tener razones para ello. Pero, admitiéndolo así, nos hallamos ante una contradicción, que nos plantea un complicado enigma. Conforme a la analogía de esta enfermedad con el duelo, habríamos de deducir que el paciente ha sufrido la pérdida de un objeto; pero de sus manifestaciones inferimos que la pérdida ha tenido efecto en su propio yo. Antes de ocuparnos de esta contradicción consideraremos la perspectiva que la afección del melancólico nos abre en la constitución del yo humano. Vemos, en efecto, cómo una parte del yo se sitúa enfrente de la otra y la valora críticamente, como si la tomara por objeto. Subsiguientes investigaciones nos confirman que la instancia crítica, disociada aquí del yo, puede demostrar igualmente en otras distintas circunstancias su independencia.

Proporcionándonos base suficiente para distinguirla del yo. Es ésta la instancia a la que damos corrientemente el nombre de conciencia (moral). Pertenece, con la censura de la conciencia y el examen de la realidad, a las grandes instituciones del yo y puede enfermar por sí sola, como más adelante veremos. En el cuadro de la melancolía resalta el descontento con el propio yo, desde el punto de vista moral, sobre todas las demás críticas posibles. La deformidad, la fealdad, la debilidad y la inferioridad social no son tan frecuentemente objeto de la auto-valoración del paciente. Sólo la pobreza o la ruina ocupan, entre las afirmaciones o temores del enfermo, un lugar preferente. [...]



2 comentarios:

  1. Lamento tú melancolia...

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  2. Ya sabe lo que dicen de los españoles "No hay sangre para vencerte, ni oro para comprarte".

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