Alemania, 25 años después
Berlín y Bruselas deben asumir un papel más importante en la escena global
Veinticinco años después de la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la comunidad internacional afronta una serie de retos sin precedentes. Los titulares de prensa y nuestra conciencia colectiva están llenos de hambrunas, crisis como la epidemia de ébola e innumerables centros de conflicto en Oriente Próximo, África y el este de Europa. El mundo sigue dando una imagen de impotencia y nuestros Gobiernos no se ponen de acuerdo sobre cómo resolver los problemas. En todo el mundo, millones de personas emigran huyendo de la guerra, el hambre, la represión y la pobreza, y muchos ven los países europeos, en especial la República Federal de Alemania, como el último refugio seguro. El dilema al que se enfrentan los países ricos de Occidente es moral, además de social.
En estos tiempos difíciles, el 25º aniversario de la caída del Muro es un momento oportuno para reflexionar sobre el estado actual del mundo y la responsabilidad de Europa y, en particular, de Alemania, un país que se reunificó hace ya un cuarto de siglo.
El derrumbe de la Unión Soviética, con la consiguiente perspectiva de un nuevo orden mundial, señaló el fin de un equilibrio precario y el comienzo de una aparente unipolaridad dominada por Occidente: por Estados Unidos, en primer lugar, y después por los países de Europa. Con la preponderancia de los sistemas democráticos y capitalistas occidentales, el resultado podría haber sido una hegemonía clara e indiscutible de Estados Unidos y Occidente, que habría moldeado la política internacional de la nueva era. Sin embargo, Occidente no supo estar a la altura de lo que se exigía a un líder mundial. La falta de unidad, el enfermizo triunfalismo ideológico y el fracaso moral en crisis internacionales como el genocidio de Ruanda y la invasión ilegal de Irak, con los escándalos posteriores de Abu Ghraib y Guantánamo, fueron las causas de que, en especial Estados Unidos, dilapidara la autoridad política y moral que con tanto éxito se había granjeado en Europa gracias a la implantación del Plan Marshall tras la II Guerra Mundial.
El sistema capitalista también tiene sus defectos, y se desperdició la oportunidad de crear un sistema nuevo y viable que integrara los aspectos positivos del socialismo, el capitalismo y la democracia. Varios acontecimientos, entre ellos los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la posterior guerra contra el terrorismo, que sumió a toda una región en una crisis interminable, fueron prueba de que la posición de poder de Occidente había cambiado por completo.
Hoy, el mundo parece navegar sin timón. No es extraño, por tanto, que hasta los conflictos más pequeños y aparentemente locales crezcan a toda velocidad y se extiendan fuera de control. El 11-S y sus repercusiones, las guerras en Oriente Próximo, el conflicto de Ucrania... Todo esto habría sido impensable si Occidente hubiera hallado un nuevo equilibrio y hubiera cumplido sus nuevas responsabilidades después de la Guerra Fría. Por el contrario, lo que existe hoy es un vacío internacional de poder. Creo firmemente que Europa, en general, y Alemania, en especial, deberían asumir más responsabilidad en este difícil periodo.
Durante mucho tiempo —y, desde luego, por causas justificadas— Alemania se ha negado a asumir cualquier liderazgo y ha preferido una política basada en el consenso y la cooperación, sobre todo en relación con la Unión Europea. De ahora en adelante, tampoco deberá actuar en solitario, pero sí puede tener un papel más activo que hasta ahora en los asuntos internacionales.
El éxito de la reconstrucción de Alemania después de la II Guerra Mundial fue posible sólo gracias a la ayuda internacional. Eso entraña una responsabilidad, y ningún país es más consciente de ello que la República Federal, que tiene hoy la capacidad de ofrecer ayuda de forma creíble y a largo plazo a todos los que sufren y huyen en el mundo, y debe hacerlo. El pasado reciente de Alemania es la historia del triunfo de la democracia, y ahora le toca a ella dar a otros pueblos y países la oportunidad de rehacer sus naciones y sus vidas.
Soy un judío que vive en Berlín desde hace 23 años, algo que habría sido imposible si no estuviera convencido de que los alemanes han reflexionado largo y tendido sobre su pasado. Ningún otro pueblo lo ha hecho en la misma medida que los alemanes, y les admiro por ello. Pero esa introspección no debe influir en su política exterior.
Alemania tiene una posición casi inexistente sobre el conflicto palestino-israelí, obsesionada por no herir sensibilidades debido a su relación con Israel. Sin embargo, para poder dar una solución a este conflicto, es necesario que Alemania tenga un papel claro e influya de alguna manera en la política israelí; puede y debe ejercer presiones políticas. Al fin y al cabo, estamos hablando del futuro intelectual y político de Israel, y el razonamiento es muy sencillo: Alemania se ha comprometido a garantizar la seguridad del Estado de Israel, y eso, a largo plazo, sólo es posible si también se garantiza el futuro del pueblo palestino en su propio Estado soberano. En caso contrario, las guerras y la historia de la región se repetirán sin cesar y la insoportable situación actual de estancamiento se prolongará. Alguien que no se engañaba al respecto era el primer ministro israelí Isaac Rabín: “Yo fui soldado y sé que Israel puede ganar una guerra contra Siria, Líbano y Egipto, y quizá incluso derrotarlos a todos a la vez. Pero Israel no puede ganar una guerra contra el pueblo palestino. Mi primer deber es proteger la seguridad del pueblo israelí, y sólo puedo cumplirlo si firmamos la paz con los palestinos”. Expresar esta opinión en público fue lo que le costó la vida a Rabín.
El deber de Alemania, uno de los países más importantes del mundo, es dejar muy claro al Gobierno de Israel precisamente eso, que el futuro de su Estado depende de la voluntad de llegar a un verdadero acuerdo de paz con los palestinos. Ni que decir tiene que lo mismo ocurre con los palestinos agrupados en torno a Hamás. Ambos bandos deben comprender que tienen que vivir juntos para bien y para mal, y que el odio, el terrorismo y la exclusión territorial, étnica y religiosa nunca han conducido a la paz sino a muertes y más muertes. Esa también es una lección que Alemania, más que muchos otros países, ha aprendido por amarga experiencia. Es una lección que puede y debe inspirar la política exterior de la República Federal.
Daniel Barenboim es pianista y director de orquesta.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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