Algo peor que el derecho penal
La Administración se erige en juez y parte del uso de los derechos y libertades
Quien fuera ministro de Justicia en Alemania en la República de Weimar y un jurista comprometido en la búsqueda constante de la justicia, Gustav Radbruch, señalaba que lo que debemos dar a nuestra sociedad no es un mejor derecho penal, sino algo mejor que el derecho penal.
En España, el legislador acomete la reforma del Código Penal en materia de orden público, complementada con el proyecto de ley orgánica de Seguridad Ciudadana, en la línea, ambos textos, del llamado “derecho penal de la peligrosidad”. La seguridad se erige en una categoría prioritaria en la política criminal, como un bien que el Estado y los poderes públicos han de defender con todos los medios e instrumentos a su alcance. En consecuencia, se intensificará la acción preventiva, no solo del delito, sino también de las infracciones administrativas, e incrementará notablemente las infracciones contra la seguridad ciudadana.
A ello responde la despenalización de algunas faltas, prevista en la reforma del Código Penal y que “viene orientada”, según su exposición de motivos, “por el principio de intervención mínima, y debe facilitar una disminución relevante del número de asuntos menores que, en gran parte, pueden encontrar respuesta a través del sistema de sanciones administrativas y civiles”. Este trasvase de conductas del ámbito penal al administrativo sancionador, que en abstracto podría considerarse una medida positiva, generará un grave perjuicio en las garantías procesales de los ciudadanos —de aprobarse ambos proyectos—.
El Constitucional tiene dicho que “en una sociedad democrática, el espacio urbano no es solo un ámbito de circulación, sino también un ámbito de participación”. Por ello, resulta preocupante que formas de protesta pacífica de los ciudadanos, donde expresan los diferentes puntos de vista que conforman una sociedad plural como la nuestra, a través de manifestaciones y concentraciones, no sean enjuiciadas por órganos independientes e imparciales, como son los tribunales de justicia, sino por órganos administrativos como las delegaciones del Gobierno, que tienen interés directo en los conflictos objeto de dichos procedimientos. La sanción es impuesta por la Administración —que es juez y parte, además de depender del poder político—, a quien corresponderá la valoración del comportamiento del infractor. Y donde los sobrecargados tribunales contencioso-administrativos tan solo desempeñan una función de revisión de lo acordado por la autoridad gubernativa.
La combinación de la elevada cuantía económica de las sanciones, prevista en el proyecto de Seguridad Ciudadana, y su ejecutividad, exigiendo su inmediato pago, provocará un efecto disuasorio en el ejercicio de aquellos derechos y libertades fundamentales. Y así, a modo de ejemplo, una conducta tan abierta como es “la perturbación del desarrollo de una reunión o manifestación lícita, cuando no constituya delito” está castigada con una multa de 601 a 30.000 euros.
Otra de las consecuencias de las transformaciones procesales es el aumento de los plazos de prescripción de las infracciones administrativas con respecto a las faltas penales, lo que carece de fundamento, al menos conforme al principio de proporcionalidad, pues son conductas que merecen un menor reproche social.
Finalmente, el proyecto de ley de Seguridad Ciudadana, al regular el valor probatorio de las declaraciones de los agentes de la autoridad, establece que estas darán fe, “salvo prueba en contrario”, de los hechos que en ellas consten y de la identidad de quienes los cometiesen. Este principio pugna con el de presunción de inocencia, y puede favorecer en la práctica la aparición de graves abusos y situaciones de impunidad que generarían una enorme indefensión en los ciudadanos. Además, crea una situación de manifiesta e inaceptable injusticia en la medida en que, al dotar de veracidad a las informaciones de los agentes de la autoridad, obliga al sancionado a probar en el procedimiento administrativo la inexistencia de los hechos (la prueba del hecho negativo o prueba diabólica).
Mientras, en el procedimiento penal, las garantías son mayores para los imputados. Es la acusación quien ha de demostrar la culpabilidad de aquellos, y no a la inversa, concediendo el Tribunal Constitucional valor probatorio a las manifestaciones de los agentes de policía, “debiendo ajustarse su apreciación y contenido a los mismos parámetros que los de cualquier otra declaración testifical”.
Todos estos cambios se inspiran, en cierto modo, en una desconfianza del legislador en la actuación del poder judicial, por no haber satisfecho en algunas de sus resoluciones las exigencias punitivas del poder político y suponen un aumento de los poderes de la Administración; al tiempo que se reducen las garantías procesales de los ciudadanos.
En conclusión: así como la reforma en trámite parlamentario del Código Penal, con la creación de nuevos delitos y el endurecimiento de las penas, conllevará una huida hacia el derecho penal, intentando dar una respuesta punitiva a un problema social, el proyecto de ley de Seguridad Ciudadana pretende en paralelo la huida de ese mismo derecho penal, desatendiendo las conquistas de garantía y humanidad alcanzadas en el siglo pasado y que el jurista alemán bienintencionadamente pretendía mejorar.
Ignacio González Vega es magistrado.
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