Tratado de ateología
Física de la metafísica
Michel Onfray
Traducción de Luz Freiré
2005
Prefacio
1. La memoria del desierto.
Después de recorrer varias horas el desierto mauritano, la visión de
un viejo pastor con dos dromedarios, la joven esposa y la suegra, la
hija acompañada de sus dos hijos montados en burros, cargando en
conjunto todo lo que forma parte de lo esencial de la supervivencia, es
decir, de la vida, me da la impresión de estar frente a un coetáneo de
Mahoma. Cielo blanco y ardiente, árboles calcinados y escasos, matas
de espinas arrastradas por los vientos de arena a través de las
extensiones infinitas de arena anaranjada, el espectáculo me transporta
al paisaje geográfico -es decir, mental- del Corán, a los tiempos
intempestivos de las caravanas de camellos, de los campamentos de
los nómadas, de las tribus del desierto y de los avala res de su vida.
Pienso en las tierras de Israel y de la Judea Samaría, de Jerusalén y
Belén, en el lago de Tiberíades, aquellos lugares donde el sol quema
las cabezas, reseca los cuerpos, deja sedientas las almas y provoca
deseos de oasis, ansias de paraísos donde el agua corre fresca, límpida,
abundante, y el aire es dulce, perfumado y grato, en los que abunda el
alimento y la bebida. Los mundos subyacentes me parecen de pronto
mundos contrarios, concebidos por hombres fatigados, exhaustos,
consumidos por el trajín continuo a través de las dunas y las huellas de grava calcinada
al rojo vivo. El monoteísmo surge de la arena.
En la noche de Ouadane, al este de Chinguetti, adonde he venido a
consultar las bibliotecas islámicas ocultas bajo la arena de las dunas
que con paciencia y sin tregua devoran pueblos enteros, Abdurahmán
-nuestro chófer- extiende afuera su alfombra, en el suelo del patio de
la casa que nos aloja. Me encuentro en una pequeña habitación, sobre
un colchón improvisado. La noche gris azulada reluce en su piel
negra, la luna llena suaviza los colores y su cuerpo adquiere un tono
violeta. Con lentitud, como inspirado en los vaivenes del mundo,
animado por los ritmos ancestrales del planeta, se agacha, se arrodilla,
apoya la cabeza en el suelo, y reza. La luz de las estrellas extinguidas
nos alumbra en el calor nocturno del desierto. Me parece que estoy en
presencia de una escena primitiva, que soy espectador de una
manifestación tal vez idéntica al primer arrebato místico del hombre.
Al día siguiente, durante el trayecto, le pregunto a Abdurahmán sobre
el islam. Le asombra que un blanco occidental se muestre interesado
por el islam y rechaza que se le haga cualquier referencia al texto.
Acabo de leer el Corán, pluma en mano, y recuerdo algunos
versículos, palabra por palabra. Su fe no tolera que se recurra a su
libro sagrado para cuestionar los fundamentos de ciertas tesis
islámicas. Para él, el islam es bueno, tolérame, generoso y pacifista.
¿La guerra santa? ¿La jihad decretada contra los infiele s? ¿Las fetuas
lanzadas contra un escritor? ¿El terrorismo hipermoderno? Actos
llevados a cabo por locos, pero, sin duda, no por musulmanes...
No le agrada que una persona no musulmana lea el Corán y se
remita a tal o cual sura para decirle que tiene razón si elige los
versículos que confirman sus tesis, pero que hay muchos otros textos
en ese mismo libro que le dan la razón al combatiente armado que
ciñe la cinta verde de los sacrificados a la causa, al terrorista de la
Hezbollah cargado de explosivos, al ayatolá Jomeini que condena a
muerte a Salman Rushdie, a los kamikazes que lanzan aviones civiles contra las torres de Manhattan, a
los émulos de Ben Laden que decapitan a los rehenes civiles. Rozo la
blasfemia... Vuelta al silencio en los paisajes devastados por el calor
del sol.
2. El chacal ontológico
Después de varias horas de silencio en el mismo paisaje de desierto
inmutable, vuelvo al Corán, en este caso, al Paraíso. ¿Creerá
Abdurahmán en esta geografía fantástica por completo, o la tomará
como un símbolo? ¿Los ríos de leche y vino, las huríes de grandes
ojos, los lechos de seda y brocado, las músicas celestes, los
magníficos jardines? Sí, afirma: «Es así...» ¿Y el infierno, entonces?
«También como dicen.» El, que vive tan cerca de la santidad, solícito
y delicado, generoso, atento al prójimo, apacible y tranquilo, en paz
consigo mismo, y por lo tanto con los demás y el mundo..., ¿verá
algún día esas delicias? «Así lo espero.» Se lo deseo con toda
sinceridad, mientras mantengo en mi fuero interno la certidumbre de
que se engaña, que le mienten y que, por desgracia, no llegará nunca a
conocer nada de eso...
Luego de unos instantes de silencio, me explica que, no obstante,
antes de entrar en el Paraíso tendrá que rendir cuentas de su vida como
hombre de fe, y que es probable que no le alcance toda su existencia
para expiar una culpa que bien podría costarle la paz y la eternidad...
¿Un delito? ¿Un asesinato? ¿Un pecado mortal, como dicen los
cristianos? Sí, de algún modo: un chacal que un día aplastó con las
ruedas de su vehículo... Abdú iba muy rápido, no respetaba los límites
de velocidad en las carreteras del desierto -donde se puede distinguir
el resplandor de un faro a kilómetros de distancia-, y no lo vio venir.
El animal salió de entre las sombras y dos segundos después
agonizaba bajo el chasis del auto.
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