Una mirada seria, pero algo inquieta. Una cara sonrojada probablemente por todos los ojos que rodean su cuerpo envuelto en un vestido de oro y por todos los ojos que sabría la contemplarían durante siglos. Cuando alguien se pone delante de Retrato de Adele Bloch-Bauer I sabe que está ante una de las obras maestras de la pintura universal, primer cuadro del llamado “estilo dorado” de Gustav Klimt, la cima de su carrera. Cuando lo hacía Maria Altmann, veía a su tía, Adele Bloch-Bauer, una mecenas de la escena cultural vienesa de principios del siglo XX, a quien Klimt convirtió con este retrato en una visión dorada y una celebridad, y cuyo nombre casi fue borrado de la historia por los nazis, que, queriendo tachar toda huella judía de la obra, la renombraron Woman in Gold (La dama de oro).
La dama de oro es ahora el título de una película, protagonizada por Helen Mirren, que se estrena en España el próximo viernes, y de una exposición en la Neue Galerie de Nueva York alrededor del retrato original. Un título bajo el que se encuentran dos historias: la de Adele Bloch-Bauer y Klimt y la de Maria Altmann y su titánica lucha de siete años contra el Gobierno austriaco para recuperar no una obra de arte, sino el retrato de su tía, descolgado por los nazis de las paredes de su casa en Viena y recolocado durante más de seis décadas en las de la Galería Belvedere de la capital austriaca.
De entre todos los casos de restitución del arte robado por los nazis, el del Retrato de Adele Bloch-Bauer fue uno de los más famosos y dolorosos para Austria. Fue de los primeros que convirtieron lo que pretendían fuera un inofensivo lavado de imagen en una caja de Pandora abierta en canal por donde salían el dolor, la culpa y la vergüenza del pueblo austriaco por haber permitido y vitoreado la entrada de Hitler en las calles de Viena en 1938.
Ese año, poco después de que Fritz Altmann, cantante de ópera y marido de Maria, pasara un breve periodo en el campo de concentración de Dachau, la pareja escapó del arresto domiciliario al que les tenían sometidos los nazis, consiguió subirse a un avión con destino a Colonia y alcanzar la frontera holandesa, guiados por un campesino en una noche sin luna, siguiendo un riachuelo y unos cables de espinos. En 1942 se instalaron en California y no volvieron a Europa, al menos mientras Fritz siguió vivo. Dejaron atrás a los padres de ella, y una casa que compartieron con sus tíos, Adele y Ferdinand Bloch-Bauer, y que había visto en sus salones a personajes de la talla de Richard Brahms, Mahler, Wagner, Stephan Zweig y, por supuesto, a Klimt.
Hay gente que cree que ese cuadro es herencia nacional, que les pertenece como pueblo austriaco”
Simon Curtis
“Adele Bloch-Bauer creció en unas circunstancias privilegiadas”, explica Janis Staggs, comisaria de la exposición en la Neue Galerie que, precisamente, pone en contexto el retrato a partir de fotografías de Adele y su familia, de Klimt en su estudio y durante su vida privada, y a partir de “ejemplos de artes decorativas de la Wiener Werkstätte, como joyas y artículos de aseo, que podrían haber sido objetos que la propia Adele tuviera”, continúa Staggs, señalando un trozo de tela de seda negra con flores que coincide con el que lleva Adele en una de las fotos. Su padre dirigía uno de los mayores bancos austriacos y ella se casó con Ferdinand Bloch, magnate azucarero, cuando tenía 18 años, uniéndose así dos de las familias más ricas del Imperio Austrohúngaro. Adele se casó también para ganar libertad. Como mujer avanzada a su tiempo, intentó ir a la Universidad, pero en la sociedad del momento no estaba bien visto, y decidió formarse a sí misma. Leía en alemán, inglés y francés, y se convirtió en la anfitriona de un salón cultural, además de apoyar el sufragio femenino. “Mi tía no era de organizar tardes de té con señoritas como mi madre”, dijo Maria Altmann una vez. “No era su estilo”.
En 1903, Ferdinand encargó a Klimt un retrato de Adele. El pintor, que acababa de volver de un viaje inspirador por los mosaicos de Rávena, la transformó en esa visión dorada que se considera una “obra trascendental” en su carrera y que tardó en acabar cuatro años, en los que pudo surgir algo más que una relación pintor-modelo. “Ha habido muchas especulaciones sobre su relación íntima”, confirma Staggs. “En parte por el parecido físico de Adele a la Judith que pintó Klimt semidesnuda. Pero no hay pruebas que puedan confirmarlo”, añade la comisaria de la muestra neoyorquina.
De salud siempre frágil, Adele murió de meningitis en 1925 a los 43 años, siete después de que falleciera Klimt, a los 55. El dormitorio en el que estaban Retrato de Adele Bloch-Bauer I, Retrato de Adele Bloch-Bauer II —una versión en verdes y malvas que el vienés terminó en 1912— y otros cuatro paisajes también pintados por él se convirtió en una suerte de sala en su memoria, que siempre tenía flores frescas.
Su vocación de mecenas llevó a Adele a pedir a su marido en su testamento que los dos retratos que le había hecho Klimt fueran donados a la Galería Austriaca en Viena. Ese documento fue sobre el que el Gobierno de Austria se apoyó durante años para conservar su particular Mona Lisa dentro del país. “No podemos imaginar Austria sin ella”, le dicen en un momento a la Maria Altmann de Helen Mirren en la película que dirige Simon Curtis. “Hay gente que cree que ese cuadro es herencia nacional, que les pertenece como pueblo austriaco”, cuenta el realizador durante una entrevista en Nueva York.
Otros creen que era una cuestión demasiado personal. Maria Altmann tampoco podía imaginar no recuperar a su tía, al menos en palabra, y con ella conseguir justicia para su familia. “Probablemente, si el Gobierno austriaco hubiera reconocido el robo, ella habría dejado el cuadro en Austria, en el museo de Viena, como quería su tía”, añade Curtis.
Pero no fue así. En 1998, bajo las presiones de la opinión pública de revisar el pasado nazi, el Ministerio de Cultura austriaco abrió sus archivos por primera vez. Fue entonces cuando el periodista Hubertus Czernin (interpretado por Daniel Brühl en el filme) descubrió el testamento que había escrito Ferdinand Bloch-Bauer a su muerte en el exilio suizo en 1945. En él dejaba los seis klimts a sus tres sobrinos.
En 1998, Maria Altmann, tras la muerte de su hermana y ya como única superviviente, decidió emprender una lucha judicial, ayudada por el abogado Randol Schoenberg —también descendiente de un judío vienés emigrado, el compositor Arnold Schoenberg—. Maria Altmann tenía entonces 82 años y volvió a Viena por primera vez en medio siglo para encontrarse con un país que aún quería dejar el pasado en el pasado, que no quería recordar. “Muchas veces me dijo: ‘Estoy cansada, me temo que voy a morir antes de que esto acabe”, relata Ronald S. Lauder, magnate de la firma cosmética, presidente de la Neue Galerie y que apoyó a Maria en todo un proceso que, por suerte, sí vio terminar.
Finalmente, en 2006, mediante un arbitraje, Austria devolvía a Maria las seis obras de Klimt, y Lauder le compró Retrato de Adele Bloch-Bauer I por la cifra récord de 135 millones de dólares —el resto se subastó en Christie’s por unos 190 millones—, con la condición de que estuviera colgado siempre en su museo de la Quinta Avenida, en Nueva York, a la vista de todo aquel que quisiera admirar una obra maestra de la pintura universal y el retrato de su tía, una mujer de oro con un nombre: Adele Bloch-Bauer.
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