José María Aznar, en su última legislatura en el poder, tuvo una charla privada con Rodrigo Rato para conocer hasta qué punto deseaba ser su sucesor al frente del PP y el futuro presidente del Gobierno, porque daba por descontada la victoria de su candidato en las elecciones de 2004. Entendió tan claro que esa no era su aspiración que ya no se lo volvió a ofrecer, pese a los rumores y quinielas que circularon en el verano de 2003 y para malestar del propio Rato, que había reconsiderado su rechazo. El elegido fue Mariano Rajoy, con el que Aznar no tuvo entonces dudas sobre que continuaría fielmente su legado, aunque luego también le defraudó. Con Rato ya intuía que sería diferente, por muchas razones y por su peculiar y fuerte personalidad. Lo confiesa en sus memorias.
Rato ya se había desmarcado mucho de Aznar por sus posiciones críticas con respecto a la guerra de Irak, que entonces no hizo públicas, por su separación matrimonial y por su diferente concepto en los estilos de vida. Rato, en realidad, siempre levantó suspicacias en Aznar, su entorno y otros dirigentes del PP, que entonces le temían y respetaban por su brillantez y ahora le desprecian casi sin rubor. Estaba acostumbrado a vivir bien y le gustaba.
Rato era un pata negra del PP, en realidad de Alianza Popular, donde se afilió en 1980. Entonces la sede del partido de Manuel Fraga estaba en la madrileña calle de Emilio Silva. Allí peregrinaban a impactar al ahora repudiado Jorge Verstrynge muchos jóvenes de las familias de la derecha más establecida para iniciar sus carreras. Rato llegó un día, con 31 años, pero se acercó en su Porsche, con sus camisas de corte italiano muy pegadas al cuello. En una época fueron su distintivo.
En 1982 el partido le desplazó para competir por primera vez como diputado cunero a la provincia de Cádiz. También apareció con su Porsche y esa imagen ambiciosa también levantó mucha expectación.
En AP y el PP hizo una rápida y buena carrera por sus condiciones políticas y parlamentarias, que admitían y valoraban sus compañeros y también sus rivales. Cuando Antonio Hernández Mancha se estrelló y Fraga asumió su techo, Rato fue uno de los enviados al pueblo de veraneo del patrón popular en Perbes para que reconsiderara su preferencia de partida hacia Isabel Tocino y optara por el joven castellano como su relevo. Aznar nominó luego a Rato su hombre de confianza en el Parlamento. Durante una época ambos formaron un equipo que parecía indestructible con Francisco Álvarez Cascos, ahora también caído en desgracia, al mando del partido. En aquellos años gloriosos de triunfos en el hemiciclo, Rato podía citar a los periodistas a comer en un club privado solo para hombres de la calle de Cedaceros. Fue en esa época cuando se permitía hablar de Aznar, en privado, con cierta suficiencia. Le parecía un político más esforzado que con condiciones naturales como las suyas.
Al final del mandato Aznar en La Moncloa, Rato acumuló todo el poder económico del país, formó su equipo cómo y con quién quiso, y situó al frente de las principales empresas y compañías privatizadas del país a buenos amigos. Era la encarnación del que se denominó como el “milagro económico” al que ahora apela Rajoy como aval para que los electores vuelvan a confiar en sus políticas. Cuando Aznar y sus maneras provocaron en 2004 la inesperada derrota electoral de Rajoy, la sintonía con Rato ya se había perdido pero se pujó, con la alianza del nuevo Gobierno socialista de José Luis Roldríguez Zapatero, para situarle como director gerente del Fondo Monetario Internacional, un cargo con categoría y sueldo de jefe de Estado, pero para el que hay que vivir a diario en Washington. Allí se trasladó, alquiló un precioso adosado en Dupont Circle, el Chueca de la capital norteamericana, y allí le gustaba rodearse de gran parte de su exequipo económico en Madrid. Por aquellos ágapes pasaron Ricardo Martínez Rico, exsocio de Cristróbal Montoro en Equipo Económico y exsecretario de Estado, y también Juan Costa, Juan Chozas, Alberto Nadal y muchos otros. Pero ni a Washington ni al FMI se amoldó bien. Algunos responsables del Fondo de aquellos tiempos caricaturizaban su desgana asegurando que en las reuniones se aburría y leía los periódicos.
Volvió a Madrid pero no para hacer política. Pidió a Rajoy la presidencia de Bankia y torció así la voluntad y los planes de Esperanza Aguirre, que tenía todo preparado para situar en la extinta Cajamadrid a su lugarteniente, Ignacio González. Se rodeó de un equipo más de confianza que profesional pero pactó muchas medidas y retribuciones con todos los partidos y sindicatos con representación en la Caja. Promovió fusiones y llegó a dar la campanada en la bolsa de Nueva York. La crisis bancaria descubrió el pastel, también de los 14 años de gestión grandilocuente de Miguel Blesa, el amigo de Aznar, y luego todas las prebendas. Fue decapitado por Luis de Guindos, enviado por Rajoy y excolaborador suyo.
Ahora, a sus 66 años, nadie del PP le llama, ni le valora, y menos en público. Solo su exesposa, su pareja y sus tres hijos, que están viviendo muy de cerca este episodio como un drama. El activo e icono del PP parece un apestado: detenido por defraudador fiscal.Apenas conserva un puñado de leales. Uno de ellos ya ni se queja: “Hace tiempo que las relaciones están rotas, con Rajoy y con los actuales dirigentes del PP, que se están permitiendo enjuiciarle y crucificarle sin escuchar sus explicaciones. Yo que le aprecio sobre esto prefiero ni preguntarle”.
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