Regulación independiente
El término “reformas estructurales” ha sido tradicionalmente contagioso y equívoco; no hay político que no lo invoque con generosidad, porque se supone, no se sabe bien con que fundamento técnico, que constituyen el único camino para “salir de la crisis y entrar en la recuperación” ni se ha identificado a nadie, en Bruselas o en Madrid, que haya enunciado correcta y sistemáticamente cuáles son esas reformas estructurales milagrosas. Puede inferirse, por mandato de los hechos y las decisiones adoptadas por los gobiernos europeos, sobre todo el español, que las reformas estructurales son la bancaria o financiera, la laboral, la de las pensiones y quizá la administrativa (muy olvidada últimamente); y debe inferirse también, por la fuerza de los hechos, que el concepto reforma utilizado aquí y por los gobiernos de ahora significa más bien “recortes” _en el caso de las actividades que tienen que ver con el estado del bienestar_ o ayudas públicas (en el caso de la bancaria). Esta versión de reforma nada tiene que ver con el sentido tradicional y exacto del término, que define un cambio para mejorar una situación o que conforma una nueva mayoría de personas beneficiadas por un sistema cambiado.
Pero el caso es que sí hay (o son posibles) “reformas estructurales” de las que producen mejoras eficientes para una mayoría de los ciudadanos. Las más evidente es la fiscal, evitada obsesivamente por el Gobierno de Rajoy con el método de sustituirla por subidas de impuestos primero, para hacer frente a las urgencias del déficit, y por la rebaja de impuestos después, de carácter estrictamente electoral. Pero el sistema fiscal español no debería admitir más remiendos; o se procede a un cambio integral, que reordene correctamente la posición de todos los impuestos con tres criterios básicos: aumentar la recaudación, afianzar el Estado de Bienestar y, en la medida de lo posible, estimular el ahorro. Cubrir tantos y tan complejos frentes puede hacerse reduciendo el fraude fiscal, eliminando desgravaciones fiscales (sobre todo en Sociedades), simplificando el IRPF y construyendo un nuevo IVA.
Y falta una reforma en profundidad de los mercados de bienes y servicios, con el objetivo de que la formación de precios sea transparente y, en la medida de lo posible (siempre lo es) exista una presión competitiva para bajar algunos precios que tienen, valga la expresión, carácter estratégico. Por poner un ejemplo, parece incorrecto que en estos momentos la industria española esté pagando un precio de la electricidad muy superior a la media de las industrias europeas (algunos estudios sitúan esa diferencia en el 30%). Las piezas orgánicas encargadas de garantizar que las formaciones de precios sectoriales son correctas son los reguladores independientes. Pero el hecho es que no funcionan; ni previenen las supuestas colusiones de precios en los mercados con elevado nivel de dominio (combustibles, electricidad) ni advierten a los inversores financieros de las irregularidades persistentes en operaciones con acciones (el caso más reciente es el de la compra de Funespaña).
Y si reguladores como la Comisión de Mercados y Competencia (CNMC) y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV)no funcionan de debe a dos razones principales: ni son verdaderamente independientes, sustentados sobre bases técnicas capaces y orientados por vocales políticos “de reconocido prestigio” ni los poderes públicos han delegado en ellos una capacidad suficiente de acción. Por lo tanto, están predeterminados al fracaso. En su mejor versión, se limitan a actuar como denunciantes de disfunciones en los mercados; en el peor, se refugian en el silencio. El modelo de regulación puesto en marcha por el Gobierno Rajoy no ha funcionado; y que el Gobierno que venga tendrá que cambiar profundamente las bases de la regulación.
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