EL Afrjcano
De Clezio
El cuerpo
"Tengo algunas cosas que decir del rostro que recibí al nacer. En primer lugar, que debí aceptarlo. Aceptar que no lo quería habría sido darle una importancia que no tenía cuando era un niño. No lo odiaba, lo ignoraba, lo evitaba. No lo miraba en los espejos. Durante años creí que nunca lo había visto. En las fotos, apartaba los ojos, como si otro me hubiera reemplazado.
Más o menos a los ocho años viví en el África occidental, en Nigeria, en una región bastante aislada donde, fuera de mi madre y de mi padre, no había europeos y, para El Niño que yo era, toda la humanidad se componía únicamente de ibis y de yorubas. En la cabaña en la que vivíamos ( la palabra cabaña tiene algo colonial que hoy puede chocar, pero describe muy bien la vivienda oficial que el gobierno inglés había previsto para los médicos militares, una losa de cemento para el suelo, cuatro paredes de piedra sin revestimiento, un techo de chapa ondulada cubierto de hojas, ninguna decoración, hamacas colgada de las paredes para servir de camas y, una concesión de lujo, una ducha conectada por tubos de hierro a un depósito en el techo que calentaba a el sol), en esa cabaña, pues, no había espejos, ni cuadros, nada vivido hasta entonces. Un crucifijo que mi padre había colgado de la pared, pero sin representación humana. Allí aprendí a olvidar. Creo que la desaparición de mi cara, y de las caras de todos los que estaban alrededor de mi, data de la entrada en esa casa, en Ogoja.
De esa época, para decirlo de manera consecutiva, data la aparición de los cuerpos. Mi cuerpo, el cuerpo de mi madre, el cuerpo de mi hermano, el cuerpo de los muchachos de la vecindad con los que jugaba, el cuerpo de las mujeres africanas en los caminos, alrededor de la casa, o bien en el mercado, cerca del río. Su estatura, sus pechos pesados, la piel brillante de su espalda. El sexo de los muchachos, su glande rosa circuncidado. Rostros sin duda, pero como máscaras de cuero, endurecidos, cosidos de cicatrices y de marcas rituales. Sus vientres prominentes, el botón del ombligo semejante a un guijarro cosido a la piel. También el olor de los cuerpos, su tacto, la piel no áspera sino cálida y fina, erizada de miles de pelos. Tengo esa impresión de gran proximidad, del número de cuerpos alrededor de mi, algo que no había conocido antes, algo nuevo y familiar a la vez,que excluía el miedo"
Cuando leí esta obra de Le Clezio, Premio Nobel del año 2008, sus palabras, recordaba haberlas escuchado. Escuchado, tantas veces que las tengo cosidas a mi cuerpo.
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