La cultura culinaria
Sagrario Benayas
ABC, 24-06-2012
El ser humano, desde su nacimiento, busca de manera instintiva mediante la succión del seno de la madre el alimento: calma su apetito y pacifica la ansiedad que siente en el alumbramiento; y su llamada de atención se traduce en llanto y desasosiego. La alimentación constituye el primer acto de socialización. En la trayectoria biográfica de una persona, ya plenamente responsable en su madurez personal, asegurar el alimento formará parte de la problemática cotidiana. Esta cuestión se tornará dramática en los acontecimientos históricos extremos y acuciantes del devenir de las sociedades en general y del hombre en particular (guerras, hambrunas, enfermedades físicas y psíquicas, desempleo, migraciones, marginación, etc.). Sin embargo, la nutrición no se simplifica en un mero hecho fisiológico –una acción en la que coincide con los animales–, a través del cual el humano anula el hambre y evita el desfallecimiento, mientras asegura finalmente su pervivencia; configura, además, un hecho cultural de gran magnitud y relevancia. Nuestra cultura europea occidental siente repugnancia por el empleo de perros y gatos para la alimentación. En determinadas culturas de Extremo Oriente, sucede lo contrario. Igualmente rechaza el empleo de gusanos e insectos; hormigas, como en algunas tribus africanas, o bien, los chapulines (saltamontes) tostados que las indias venden en cestos de fibras vegetales en el zócalo de la ciudad de Oaxaca (México), como tuve el gusto de constatar en septiembre de 1987, y nos repugna que los carísimos gusanos de maguey se utilicen en los restaurantes de lujo del país azteca. Son las fobias alimentarias que existen en todas las culturas. Por eso, interesantes preguntas son cómo y quién o quiénes han transmitido la cultura gastronómica en nuestra sociedad; quién o quiénes hacen que el niño y la niña vayan adaptándose al sistema cultural culinario en el que crecen. También es necesario analizar qué papel en la transmisión de la cultura de la alimentación juega la educación formal y la transmisión generacional, es decir, la enseñanza no reglada. Ya en la adolescencia, se ha formado, culturalmente hablando, el paladar.
La vida del ser humano transcurre entre tres y cinco comidas al día. El número de estas depende de las horas de sueño y de vigilia, del horario laboral y de la edad. Las recién paridas y los enfermos tienen sus propias dietas. También existió en el pasado una notable diferencia, en cuanto a la culinaria, entre las comunidades rurales y los núcleos urbanos, cada vez más desdibujada. Además, la culinaria está ligada al afán lúdico del hombre. No hay fiesta o celebración que no tenga su repercusión en la mesa. La trayectoria biográfica del hombre se describe en la cocina. Los distintos pasos en la vida del cristiano, a través de los sacramentos, tienen su importante repercusión en la cocina familiar. La puesta de largo de una joven a los dieciocho años y la petición de mano («pedida») se celebraban con un pequeño ágape vespertino. Incluso la panadería dulce se hacía presente en las amonestaciones previas a la boda en los nuestro pueblos. El bautizo de los hijos congregaba a familiares en torno al neófito. Quien corría con los gastos del convite era el padrino. De ahí la expresión: Quien tiene padrino se bautiza. A mediados del pasado siglo XX, en la ciudad de Toledo, la madre acostumbraba a dar a luz en la Maternidad, emplazada en el antiguo Hospital de San Juan de Dios, en lugar de hacerlo en el propio lecho del hogar. Era usual que la madre no asistiera al acto sacramental. El ágape, con repostería (medias noches, pastas, etc.) y refrescos, se servía en una sala próxima a la capilla de la institución. La comida se asocia en especial a la fiesta, en el caso de Toledo, al calendario religioso y a las devociones locales. Algunas celebraciones son particulares de un colectivo, que mediante una reglamentación fomentan el culto a un santo o a una advocación mariana. En este sentido, en las romerías se elaboran platos para degustar en comunidad, acentuando la idiosincrasia del grupo. La alimentación lo cohesiona y fortalece; le dota de señas de identidad, remarca las diferencias respecto a los otros. Los platos que se hacen conjuntamente, y, después, se consumen también en unión, sirven para marcar las diferencias respecto a otras asociaciones de este tipo. Por ello, año tras año, se repiten los mismos ritos religiosos y gastronómicos. Se va «de la misa a la mesa», y cada uno aporta, en este sentido, lo mejor de sí mismo, para afirmar cierta superioridad y subrayar cierto etnocentrismo en la colectividad mayor que es la ciudad o la provincia.
La culinaria es, además, un acto pleno de simbolismo. Se acoge y festeja al amigo, se envenena al enemigo, o bien, se firman pactos con él. Incluso Marvin Harris en su obra Vacas, cerdos, guerras y brujas, apunta la posibilidad de que las guerras entre los yanomami puedan explicarse por un déficit de proteínas. Y todo con su etiqueta y protocolo, materializándose en ritos. También la política y el gobierno están relacionados con el arte de «compartir mantel». Muchas veces un pueblo se impone a través de su cocina y coloniza. El rechazo de una preparación culinaria puede significar una hostilidad y ruptura de relaciones diplomáticas. Imponer determinados platos puede interpretarse como un etnocentrismo o prepotencia cultural. Un buen manjar contribuye a conquistar voluntades contrarias. El amor y lo sexual también se han relacionado con los alimentos, muchas veces con un trasfondo religioso. Dan una bella prueba la literatura hebrea e islámica; en el primer caso, en El Cantar de los Cantares, y, respecto a la última, recojo una buena prueba en el zéjel X de Ibn Quzman, donde aparece descrito el mal de amores, entrelazadas las apetencias de la carne, en su doble sentido: […] Madre, me veo humillado. Tu hijo está triste, apenado. En todo el día ha probado tan sólo una tajadita. / […] Manzanas son tus pechitos, de harina tus carrillitos, de cristal tus dientecitos, y de azúcar tu boquita. Si ella dice: “No ayunéis; sed infieles, si queréis”, cerrada y sola veréis la puerta de la mezquita. […]».
Ibn Wafid de Toledo (1007-1074), en su obra El Libro de la almohada, cita como alimentos afrodisíacos garbanzos, habas, zanahorias, nabos, huevos, carne de paloma, cerebro de pájaro, especias (jengibre, canela y azafrán), miel y vinos intensos de pasa dulce. Incluso la culinaria es el reflejo del aprovechamiento que una sociedad hace del medio físico –los productos del terreno–, del ecosistema, el clima y la estación. Las materias primas se emplean como ingredientes en cada receta, conformándose los recetarios de estación. La estructura socio-económica tiene su forma de concretar su respuesta cultural a través de la dieta. Pero tan importante es la toma de alimento como su privación voluntaria, es decir, los periodos de abstinencia y ayuno en las distintas religiones. Las publicaciones sobre este tema se han multiplicado en los últimos años, antes de la crisis económica, con el auge de los tratados de cocina. Sobre la relación de las distintas religiones con la alimentación, escriben, entre otros, el toledano Jacinto García Gómez, el monje budista Donald Altman, Del Cielo a la mesa, Rick Curry, S. J., El pan de los jesuitas y Carmela Miceli con La cocina del Cielo. En la cultura cristiana (y católica), esta penitencia purificadora se ha manifestado en la formación secular de un recetario específico, con gran desarrollo en las clausuras conventuales. En la ciudad de Toledo, cada monasterio femenino mantiene vigente un recetario que se adapta al tiempo litúrgico. Se ha conservado, sobre todo, el recetario propio del tiempo cuaresmal y de las fiestas. La Cuaresma fue instituida por la Iglesia en el siglo IV. Según J. Aldazábal, en La Cuaresma, «Imágenes de la Fe», Madrid, Ed. PPC, núm. 301, 1996, pp. 24 y 25, tenía precedencia en el llamado ayuno pascual. En los primeros siglos se autoriza una sola comida, por la noche. Están prohibidos la carne, los huevos, la leche y sus derivados, el vino y las bebidas fermentadas a base de frutas. Se autorizan el pan, las legumbres y la sal; pero en la Semana Santa de Pascua, se restringen los productos a frutos secos solo. A partir del siglo VII es importante señalar que los huevos, la leche, el queso y el pescado comienzan a perfilarse como alimentos característicos de la Cuaresma. Estas prácticas alimentarias no son homogéneas, y podía mantenerse la prohibición de tomar leche y sus derivados, y huevos en determinadas zonas. Entre los siglos VIII y IX se fija el ayuno en cuarenta días, a imitación de aquel realizado por Jesús en el desierto. Se levanta la prohibición respecto al vino y se aconseja la moderación. En el siglo XII se realizaban dos comidas, a nona (tres de la tarde) y sexta (mediodía). Con el tiempo, se permitió tomar líquido por la noche. A partir del siglo XIII, se bebe vino entre comidas, incluso se estaban permitidas frutas y conservas. En el tránsito al Renacimiento, la alimentación nocturna incluye frutas, hierbas y raíces aderezadas con aceite, miel o azúcar, vino y pan con moderación. Tomará el nombre de «colación», porque en los monasterios se leían las Colaciones de Casiano. No se hace una segunda comida. Hay que tener en cuenta las numerosísimas dispensas y excepciones, por razones de salud, edad, pobreza, trabajo, viajes, entre otros motivos, que aumentaron con el paso de los siglos. El ayuno y la abstinencia se cambiaron por limosna, oraciones y sacrificios. Así, la Torre de la Mantequilla de la Catedral de Rouen (Francia), comenzada a construir en 1485, recibió este nombre porque se pagó con el dinero recaudado con la bula que eximía de la abstención de comer mantequilla en Cuaresma. Y el nuevo humanismo renacentista suavizó el rigor alimentario cuaresmal. Los lácteos fueron optativos; pero respecto a los huevos y a la carne, la Iglesia mantuvo, en general, el veto. En última instancia, la única norma insalvable fue la convergencia de la carne y el pescado en una misma comida, incluso en día de fiesta litúrgica. Hasta el siglo XVIII, existieron dos comidas: una colación matutina y una comida importante vespertina. Durante el Siglo de las Luces se tomó un desayuno líquido, vino, y posteriormente, café, y se incorporó, por fin, el chocolate, a la manera española (con agua); el almuerzo incluía lácteos y pescado de forma moderada. El Concilio Vaticano II (1964) consolidó una nueva regulación menos austera, de forma que en la actualidad se limita el ayuno y la abstinencia de carne obligatorios para los laicos al Miércoles de Ceniza, día en que comienza la Cuaresma, y al Viernes Santo. Y, cada vez más, se acentúan aspectos espirituales, como la oración, el sacrificio y la penitencia, preparación personal y colectiva –como Iglesia católica– a la Pascua cristiana.
La cocina, como espacio físico, es un lugar de encuentro, de tertulia, y donde se gestan proyectos e ideas. La culinaria también ha inspirado al arte, y prueba de esto fue el gran desarrollo del género de los bodegones del Barroco y de aquellos de gusto burgués de la segunda mitad del siglo XIX. El lenguaje coloquial también se ha surtido de expresiones que se inspiran en el mundo de la alimentación. Covadonga Infantes, en Comer sano y divertido, comenta los aspectos gastronómicos de un refranero del siglo XVII (1616), de Juan de Sorapán de Rieros, médico del Santo Oficio y de la Real Cancillería de Granada: Medicina española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua. Así, en Toledo, aplicamos la expresión ir a oler cocinas, a quien, temprano, cuando se prepara el guiso, va de visita inoportuna; faltar un hervor, califica a quien es inmaduro o tonto; ¡hambre de guerra tenías que haber pasado! es una sentencia dirigida a infantes inapetentes por la generación que vivió la guerra civil española; ¡que ya han pasado las burras de la leche!, amonesta a un perezoso que no se anima a abandonar las sábanas. Y cuando se termina el guiso, limpiamos los fogones con la rodilla…
No hay comentarios:
Publicar un comentario