El futuro de la fuerza
¿Para qué tipo de guerra deben prepararse hoy los ejércitos? Cada vez resulta menos claro el enfrentamiento entre Estados e intervienen más grupos rebeldes, redes terroristas, milicias y organizaciones criminales
En la última reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos participé en una mesa redonda de líderes del sector de la defensa para hablar del futuro de los ejércitos. La pregunta que nos planteamos es muy importante: ¿para qué tipo de guerra deben prepararse hoy los ejércitos?
Los Gobiernos, tradicionalmente, no han sabido dar respuesta a esta cuestión. Por ejdespués de la guerra de Vietnam, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos condenaron al olvido lo que habían aprendido sobre la contrainsurgencia, y tuvieron que volver a descubrirlo, por las malas, en Irak y Afganistán.
Las intervenciones militares estadounidenses en estos dos países son ejemplos de otro problema fundamental de la guerra moderna. Como destacó en una entrevista reciente el secretario de Defensa norteamericano saliente, Chuck Hagel, en la guerra “las cosas pueden descontrolarse y quedar a la deriva” de tal forma que el ejército acabe haciendo un uso más “acelerado” de la fuerza del que preveía. En esa situación, la idea de que la fuerza puede, por sí sola, transformar sociedades desgarradas por el conflicto en Oriente Próximo y otras regiones es una falacia peligrosa.
Ahora bien, puede que la guerra y la fuerza ya no cuenten tanto, pero no han desaparecido. Están evolucionando de acuerdo con una nueva “generación” de normas y tácticas.
La primera generación de guerra moderna consistía en batallas libradas con enormes cantidades de soldados, con las formaciones napoleónicas en filas y columnas. La segunda, que culminó en la I Guerra Mundial, se basaba sobre todo en una potencia de fuego masiva, y se expresa en el dicho, al parecer acuñado en la batalla de Verdún en 1916, de que “la artillería conquista, la infantería ocupa”. Y la tercera generación —perfeccionada por Alemania con el método deblitzkrieg empleado en la II Guerra Mundial— daba prioridad a las maniobras más que a la fuerza y consistía en la infiltración de los ejércitos tras las filas enemigas para derrotarlos desde atrás, en vez de atacar de frente.
La guerra de cuarta generación lleva ese enfoque descentralizado un paso más allá, sin frentes definibles de ningún tipo. En su lugar, presta atención a la sociedad del enemigo y se adentra en su territorio para destruir la voluntad política. Podríamos incluso añadir una quinta generación, en la que las tecnologías como los drones y las tácticas ofensivas informáticas permiten a los soldados combatir desde un continente distinto al de sus objetivos civiles.
Aunque los límites generacionales concretos son algo arbitrarios, reflejan una tendencia importante: el hecho de que cada vez está más desdibujada la línea entre el frente militar y la retaguardia civil. Un cambio que está acelerándose con la sustitución de la guerra entre Estados por el conflicto armado con partes no estatales, tales como grupos rebeldes, redes terroristas, milicias y organizaciones criminales.
Para más confusión, estos grupos se solapan, y algunos incluso reciben ayuda de ciertos Estados. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas —el grupo guerrillero más antiguo de Latinoamérica— formaron alianzas con carteles de la droga. Algunos grupos talibanes en Afganistán y otros países desarrollaron estrechos lazos con los terroristas internacionales de Al Qaeda. Los rebeldes del este de Ucrania luchan junto a tropas rusas (que no llevan ninguna insignia).
Dichas organizaciones suelen aprovecharse de Estados que carecen de la legitimidad o la capacidad de administrar eficazmente su propio territorio y lanzan una mezcla de operaciones políticas y armadas que, con el tiempo, les dan el control de las poblaciones locales. El resultado es lo que el general Rupert Smith, que fue jefe de las tropas británicas en Irlanda del Norte y los Balcanes, llamaba una “guerra entre la gente”, un tipo de lucha que no suele decidirse en campos de batalla convencionales ni con la intervención de ejércitos tradicionales.
Estas guerras híbridas se libran con armas muy variadas, no todas con potencia de fuego. Con cámaras en todos los teléfonos móviles y programas de edición de fotografías en todos los ordenadores —para no hablar de la importancia de las redes sociales—, las campañas de información se han convertido en un aspecto crucial de la guerra moderna, como muestran las guerras actuales en Siria y Ucrania.
En la guerra híbrida, las fuerzas convencionales y no convencionales, los combatientes y los civiles, la destrucción física y la manipulación de la información están completamente entrelazados. En Líbano, en 2006, Hezbolá luchó contra Israel con células muy entrenadas que utilizaron la propaganda, tácticas militares convencionales y cohetes lanzados desde zonas civiles densamente pobladas y lograron lo que muchos en la región consideraron una victoria política. En épocas más recientes, tanto Hamás como Israel han llevado a cabo operaciones por aire y por tierra en la abarrotada Franja de Gaza.
Este tipo de guerra surgió en gran parte ante la aplastante hegemonía de Estados Unidos en fuerzas militares convencionales tras la caída de la Unión Soviética; una hegemonía que quedó patente con su victoria en la guerra de Irak de 1991, en la que solo hubo 148 bajas estadounidenses, y su intervención en el conflicto de Kosovo en 1999, en el que no murió ni un solo norteamericano. Ante esta situación de desigualdad, los adversarios de Estados Unidos —tanto estatales como no estatales— empezaron a dar más importancia a las tácticas no convencionales.
En China, por ejemplo, los planificadores militares elaboraron una estrategia de “guerra sin restricciones” que combinaba herramientas electrónicas, diplomáticas, informáticas, económicas y de propaganda, además del patrocinio de terroristas, para engañar y agotar a los sistemas de Estados Unidos. Como dijo un alto mando militar chino, “la primera regla de la guerra sin restricciones es que no hay reglas”.
Por su parte, los grupos terroristas, conscientes de que no pueden derrotar a un ejército convencional en una guerra declarada, intentan usar el propio poder de los Gobiernos contra ellos. Con sus gestos teatrales y violentos, Osama bin Laden indignó y provocó a Estados Unidos y le empujó a una reacción desmesurada que destruyó su credibilidad, debilitó sus alianzas en el mundo musulmán y acabó por agotar a su ejército y, en cierto sentido, a su sociedad.
Hoy, el Estado Islámico está empleando una estrategia similar, una mezcla de operaciones militares despiadadas y una campaña incendiaria en las redes sociales, salpicada de fotos y vídeos de ejecuciones brutales, incluida la decapitación de ciudadanos occidentales. La consecuencia ha sido, por un lado, la movilización de los enemigos del EI y, por otro, que un número creciente de individuos y grupos de individuos descontentos acudan a luchar bajo su bandera.
La imprevisible evolución de la guerra plantea un serio reto a los estrategas de defensa. En algunos Estados débiles, las amenazas internas ofrecen unos objetivos claros. Estados Unidos tiene que mantener el equilibrio entre seguir apoyando a sus fuerzas militares convencionales, que todavía son un importante elemento de disuasión en Asia y Europa, e invertir en un amplio abanico de capacidades alternativas, que son las que requiere el conflicto de Oriente Próximo. En esta época de cambios sin precedentes, Estados Unidos y las demás grandes potencias deben estar listos para cualquier cosa.
Joseph S. Nye, Jr. es catedrático en la Universidad de Harvard, presidente del Consejo de la Agenda Global sobre el Futuro del Gobierno y autor de Is the American Century Over?
© Project Syndicate, 2015.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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