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21 ene 2014

Historia de Familia. A mis hijas.

Marina hazle la maleta a Augusto, que lo llevo conmigo.
¿Pero donde vas Augusto?, ¿donde lo quieres llevar?
No te preocupes, lo llevo conmigo a Llanes.

No. Tiene que ir al colegio.
El lunes, por la mañana,
 lo llevo yo al colegio. El fin de semana se va conmigo.
Tu dile a Manolo cuando llegue, que me he ido a Llanes. Él sabe a que voy y porque lo llevo. Él
 Sabe donde llamarme, y tu también.
Mañana, cuando venga Benjamín, dile que termine las dos cartas que le tengo escritas a mano. Dile que estoy en Oviedo, en casa de María. No le digas donde he ido.

Metele un buen jersey. Hace frío. El abrigo que lleve puesto el gris del colegio.

Cuídalo.
Ya se cuida él.
Si, con nueve años. Bueno, tiene más cabeza que tu y que el padre. ¡Vaya familia!

Durante este intercambio de reproches y advertencias, Augusto no decía nada. No decía, porque le gustaba los distraídos viajes con el abuelo y, principalmente, porque nunca le preguntaban.

Era un día frío, gris, lluvioso y con una niebla que no permitía ver la puerta, allá a lo lejos. Si se dejaba ver la luz que salía por la ventana de la casa de entrada.

Todo sucedió tras terminar de comer y mi padre salir de casa sin yo saber hacia donde. Si que era un viernes, pues el abuelo me recogió en el colegio antes de terminar las clases, me trajo a casa para comer con todos.

Pensé que iba a ser un fin de semana más.

Al pronto mi madre dijo, ya están las dos maletas, Marisol las hizo y las puso sobre el arcón de la entrada, cerca del coche.

Que lo paséis bien. Adiós hijo. Me dio un beso. Y, tras abandonar el patio se dio la vuelta y me dijo: no te separes del abuelo.

No me separaré de él, ten cuidado.
Augusto, sube atrás.

Al pronto abandonamos la casa en el coche negro, con el maletero que el abuelo decía que era pequeño.

Al anochecer llegamos a Ribadesella. De noche. Con frío y niebla. A medio camino dejó de llover.

Nos bajamos del coche. El
Abuelo cierra el coche, me toma por hombro y me dice: Augusto, te traje aquí para decirte. Tras una pausa, prosigue: bueno, hoy es tarde. Vamos a cenar y dormir. Mañana venimos y te contaré.

Volvimos a subir al coche. Pronto paró ante una casa con jardín y, tras toser entramos por un camino que nos condujo a su puerta tocando el claxon. El parar el coche coincidió con la apertura de la puerta de la casa y la aparición de un hombre menudo y bajo arropado con batín y fumando un habano con su mano izquierda.

¡Augustos! Gritó levantando los brazos. Tras toser y saltar, el abuelo responde: manguan, cenamos y nos acostamos que estamos cansados y con frío.

Pasad, pasad, la mesa está puesta.

Cenamos, hablaron de cosas a las que no presté atención.

Al día siguiente, bien entrada la mañana me levanté y tras componer mi aspecto bajé al comedor de la casa donde estaba el abuelo y su amigo el MdeN, de cuyo nombre no recuerdo, aunque lo he procurado desde entonces.

Tras los saludos habituales, preguntas y respuestas propias del anfitrión, me senté y tras desayunar café con bizcocho, decidieron que nos íbamos a conocer una casa y a contarme el abuelo algo "muy importante para él y para mi"

No hacia mucho frío según ellos que llevaban pantalón que les resguardaba sus piernas. No me preguntaban, sino que cuando dejaban de hablar entre ellos me afirmaban, sin dejarme responder: Augusto, no tienes frío, ¿verdad?. El otro decía, no tiene, ya es un hombre.

Así llegamos a lo que podía ser un paseo en la playa. En la arena se amontonaban troncos y ramas de árboles. ¡Vaya riada esta vez!. El otro respondía ¡como todos los años!
Al lado izquierda del paseo había una casa clara, aunque recuerdo que no era blanca. Tenía una torre acristalada con ventanas seguidas que miraban a la playa y al lugar por el que nos acercaban. Al otro lado de la torre cuadrada la casa tenía un cuerpo de dos pisos y, en medio unas escaleras que llegaban a una puerta doble.

Unos pasos antes de llegar, el abuelo me pudo la mano por encima del hombro y me cruzó la solapa del abrigo para que el viento no me congelara, pero sentí más frío en las piernas. Me apretó contra su cuerpo y me dijo: de esta casa te voy a hablar luego. No la tienes que olvidar ni tampoco has de olvidar aquello de lo que te voy a contar me sucedió en ella hace años.

Pasamos por delante de la casa y dimos la vuelta tan pronto la sobrepasamos.

Regresamos a casa del amigo, cogimos los tres el coche y, tras una hora de viaje, comimos en un restaurante del que sólo recuerdo que estaba caliente y había que bajar un escalón para entrar y otro para ir al aseo.

Durante la comida hablaron de cosas de ellos. En el postremo tiempo a la comida el abuelo me dio a conocer los hechos que le sucedieron en aquella casa. Me sentí sorprendido y, desde entonces, comprometido en cumplir con la promesa que le hice.

Nunca comenté la promesa hasta el año 2010 que lo hice a mi padre, estando yo en la cama del Hospital Monte Naranco y mi padre, de rodillas, me prometió sobrevivirle para cumplir la promesa y el compromiso que él había contraído al cambiar de apellidos.

Lo haré padre, lo haré. Te lo prometo.

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