La temeridad de opinar
Somos buenos juzgando las ideas de los demás e imprudentes defendiendo las nuestras pero no debemos olvidar que corremos el riesgo de ser ignorantes e incurrir en prejuicios y descuidos al emitir nuestros juicios
Seguramente, el lector habrá leído en más de una ocasión que los atentados del 11-M no modificaron el resultado electoral. Es falso. Para saberlo no hace falta acudir a extravagantes fuentes de información. Basta con leer, en The Review of Economics and Stadistics,un artículo publicado en 2011 por García-Montalvo. Al profesor de la UPF se le ocurrió un ingenioso procedimiento para responder a la pregunta que tantas veces nos carcome en la vida: “¿Qué habría pasado si la vida hubiese seguido otro curso, si el atentado no hubiera sucedido?” García-Montalvo recurría a comparar los votos de unos ciudadanos que no se enteraron de la tragedia, porque todavía no había sucedido: los votantes por correo. Técnicas estadísticas mediante, para inmunizar sus resultados de la peculiar muestra, el autor concluía que, sin el atentado, Zapatero no habría ganado.
Esa información está a disposición de cualquiera, pero la mercancía averiada circula como si no. No es la única. Con ligereza leemos a diario cifras sobre coches oficiales, desahucios, inmigrantes, corruptos, diferencias salariales entre sexos o gasto en educación, que no resisten el menor escrutinio. Sucede, en estos días, con la repetida cantinela, carente de avales, según la cual “la inmersión lingüística es un éxito”.
En el origen de los disparates a veces hay deshonestidad. Se miente a sabiendas. La ignorancia no produce cuentos chinos. Los nacionalistas son particularmente ingeniosos. Transcurrió tiempo hasta que algunos mostraron que no hay balanzas en los Estados federales, sentencias de la Haya en favor de las declaraciones unilaterales de independencia o del Constitucional alemán para limitar déficits entre länder. Inevitablemente en el origen de tales fabulaciones alguien miente.
De más enjundia es la información que, sin reparar, damos por supuesta y que no dispone de otros avales que el temerario sentido común. Se percibe, incluso, en artículos de economía en la prensa: todos parecen convincentes. Lo parecen porque, en muchos casos, no difieren del cuento de la lechera: esto lleva a lo otro y lo otro a lo de más allá. Cada paso parece natural, pero eso no lo hace bueno. Ni es seguro que se produzca el siguiente, que no es el único posible y, seguramente, ni siquiera el más probable. Simplemente, así visto, nos parece “natural”, tan natural, y tal falso, como que “el Sol da vueltas en torno a la Tierra”. De tan evidente, se prescinde de avalarlo, sin advertir de que por detrás de cada eslabón hay tesis discutibles y cuanta más larga la cadena, más en el aire se sostiene el argumento.
Estas circunstancias están en la trastienda de descalificaciones de científicos sociales a literatos o “intelectuales públicos” que, con frecuencia, asoman en las páginas de opinión con impresiones y ocurrencias. Con todo, el riesgo está más extendido. Afecta al artículo pero, aun más, a ensayos escritos a “la que salga”, que decía Unamuno. Así las cosas, no debemos sorprendernos cuando algunos sugieren colocar el ensayo en las estanterías de ficción. En Public Intellectuals, Richard Posner recomendaba una serie de estrategias para mitigar los desafueros, entre ellas, la aparición de revistas dedicadas a inventariar despropósitos y miserias de los opinadores. No es mala idea. También cabría contemplar una suerte de periódico dedicado a recuperar delirantes predicciones o, más sencillamente, promedios estadísticos que nos permitieran calibrar si lo que nos parece noticia no lo es tanto, si, en realidad, somos tan raros.
Los ensayos académicos, para disgusto de editores, intentan conjurar los riesgos explicitando su anatomía argumental o citando investigaciones que proporcionen sostén a sus afirmaciones. Desafortunadamente, tales procedimientos no le están concedidos al clásico artículo. En este género queda poco más que la probidad de cada cual, la disposición a prevenirnos de nuestras filias, fobias e inercias y a preguntar al que sabe. De ese bien hacer, debe decirse, no faltan ejemplos.
Sin embargo, hay indicios de que los tiempos cambian y, en ello, tiene bastante que ver los soportes digitales, en los que siempre podemos remitir a (linkear) fuentes y la extensión de los escritos no es el problema esencial. Podemos y debemos, aunque solo sea por la competencia de blogs (Nada es gratis, Politikon, No hay derecho, por citar algunos conocidos) en los que investigadores acuden a resultados disponibles para terciar en asuntos terrenales y, alguna que otra vez, para mostrar las trampas del opinador. Por ese camino, de grado o de fuerza, las páginas de los periódicos se han abierto a académicos que nos recuerdan que hay saber público sobre esos asuntos en los que opinamos sin red, como quien inaugura el mundo.
Justo es reconocer que, a ratos, cuando pisan esos terrenos, muchos investigadores se lanzan a opinar alegremente con ocurrencias desprovistas de realismo (o aplicando sin cautela conjeturas de alcance limitado) que, en comparación, convierten en demostraciones matemáticas el proceder del articulista clásico, con instinto bien sedimentado después de años en lodazales políticos. Y es que tampoco ellos —y acaso ellos menos que nadie— están exentos de conocidos sesgos que llevan a solo atender informaciones que confirman nuestras tesis e ignorar las incompatibles. En realidad, los sesgos también se encuentran en la investigación seria, solo que allí hay mecanismos de corrección: la crítica pública amparada en la vocación general de derrumbar las opiniones ajenas. Somos buenos juzgando las ideas de los demás e imprudentes defendiendo las nuestras. Lo que importa es que, al final, la disposición compartida a ver la paja del ojo ajeno e ignorar la viga en el propio, bien organizada, enfila en la senda de conocimiento. En la ciencia opera un saludable fuego cruzado que obliga a todos a estar alerta.
No eran esos los terrenos habituales del periodismo tradicional. Hasta ahora. La existencia de un conocimiento acumulado (en revistas especializadas que los investigadores están en condiciones de poner en manos de todos) el acceso directo e inmediato a fuentes confiables, la aparición de blogs especializados, la posibilidad de distribuir rápidamente errores y enmiendas, incluso la propia decantación de la fiabilidad de los medios, como resultado no pretendido del saber de todos, eso que se da en llamar “inteligencia colectiva”, que muestra que personas discretamente inteligentes al actuar colectivamente producen resultados inteligentes, incluso, en ocasiones, más inteligentes que los que proporcionan los profesionales, hacen pensar que se están urdiendo los mimbres de las nuevas maneras.
No es inmediato. En el entretanto, habrá que seguir previniéndonos contra el peor de nosotros mismos, sin ignorar que acabaremos por incurrir en ignorancias, prejuicios y descuidos. Seguramente, también en este artículo.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
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