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17 abr 2015

Derecho a desconectarse

El derecho a desconectarse

En un mundo donde la conectividad permanente es esencial, en el que se mide y pronostica cualquier 



clic y la lógica mercantil domina todos los ámbitos de la vida social, la ignorancia puede llegar a ser un alivio


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Eduardo Estrada



Las tres obsesiones de Estados Unidos –la tecnología, la forma física y las finanzas- han coincidido finalmente en Fitcoin, una nueva aplicación que permite a los usuarios monetizar sus visitas al gimnasio. El mecanismo es sencillo: al integrar rastreadores y artículos ponibles en actividades corrientes, los latidos de nuestro corazón se convierten en moneda digital. Los fundadores de Fitcoin esperan que, como en el caso de su hermana mayor Bitcoin, esta moneda se pueda utilizar para comprar artículos exclusivos de socios como Adidas y reducir nuestras primas de seguro.

Puede que Fitcoin fracase, pero se sustenta en un principio que apunta la gran transformación que está experimentando la vida social, sometida a una conectividad permanente y a una mercantilización instantánea: lo que antes se hacía por placer o simplemente para encajar en las normas sociales, ahora lo dirige, con mano de hierro, la lógica mercantil. Las demás lógicas no desaparecen, pero, ante el incentivo monetario, se convierten en algo secundario.

La capacidad para medir a distancia todas nuestras actividades está proporcionando nuevas formas de especulación, ahora que todo el mundo –desde las grandes empresas a las aseguradoras, pasando por los Gobiernos- puede diseñar arteros sistemas de compensación para provocar el comportamiento deseado en consumidores deseosos de ganarse unas perrillas. De este modo, hasta la más prosaica actividad cotidiana puede vincularse a los mercados financieros mundiales. Al final, todos tendremos intereses en derivados que relacionarán el derecho a recibir ciertos servicios médicos con nuestro ejercicio físico. Así es como la buena forma y la salud van cayendo paulatinamente en los dominios del dinero y las finanzas.

En otros ámbitos se están produciendo transformaciones similares, muchas de ellas atizadas por la capacidad para recabar información y aprovecharla en tiempo real. Pensemos en el aparcamiento, donde una serie de aplicaciones como Haystack y MonkeyParking ha permitido a conductores solo provistos de teléfonos inteligentes subastar estacionamientos públicos a otros conductores que buscan sitio. Mediante «Make a Move», Haystack permite incluso a quienes han tenido la suerte de encontrarlo, subastarlo a su vez al mejor postor. Evidentemente, los sitios siguen siendo públicos, lo que cambia de manos es la información sobre su disponibilidad. Pero muy poco importa su teórica condición de bienes públicos, porque el mercado negro de la información arteramente los convierte en privados.

La industria de la restauración ha asistido a la explosiva proliferación de aplicaciones parecidas. En lugar de intentar reservar mesa en un restaurante de moda, ¿por qué no pujar simplemente por ella en una subasta en internet? Aquí, la lógica mercantil también sustituye a la equidad de la doctrina anterior: el principio de que la mesa es para el que primero la pide. Usuarios de aplicaciones como Shout pueden reservar mesas con nombres falsos con el único propósito de revenderlas a otras personas. Y no solo funciona en los restaurantes: también se puede vender el puesto en la cola para adquirir el último iPhone.

Lo que antes se hacía por placer o para encajar en normas sociales, ahora lo dicta el mercado

Está claro que el viejo sistema no era perfecto –los VIP no solían tener problemas para hacer reservas- así que hay algo de cierto en la retórica emancipadora, de exaltación democrática, que defienden los creadores de esas aplicaciones: nos conducen desde jerarquías parcialmente basadas en formas de poder no monetarias (fama, contactos, reputación) a otras cuya raíz única es el dinero. Antes, para obtener una mesa en un restaurante de moda, tenías que ser rico y famoso; ahora, ¡basta con ser rico! Pero una de las ventajas del viejo sistema era que de vez en cuando permitía hacerse con una mesa a los que no tienen ni dinero ni fama: de ahí que se considerara justo y equitativo. El nuevo sistema no hace excepciones: solo conoce las leyes de la oferta y la demanda.

Las transformaciones que están sufriendo todos esos prosaicos lugares –el gimnasio, el aparcamiento, el restaurante- ponen de manifiesto que, cuando se les añade una capa de información, pueden perder otras, sobre todo las relacionadas con un disfrute ajeno a la utilidad, puramente estético, o con la solidaridad y la equidad. Bien pudiera ser que los peores excesos del capitalismo fueran manejables, por lo menos psicológicamente, precisamente porque en ocasiones podíamos cobijarnos en diversas zonas herméticas que no se rendían a la lógica de la oferta y la demanda. Gracias a esas zonas, impermeables a los ritmos de la globalización, podíamos pensar que era factible aspirar a una autonomía personal ajena a la burbuja mercantil.

De este modo, siempre podíamos encontrar consuelo en el arte, el deporte, la comida o el urbanismo: esos dominios, nos decíamos, eran fruto de consideraciones estéticas o artesanales, o presentaban suficiente cooperación y solidaridad como para compensar la ocasional brutalidad de las relaciones mercantiles a las que no podían escapar. Después de todo, había algo que te elevaba el espíritu, algo reconfortante en el hecho de que un gestor de fondos de inversión tuviera que pasarse tanto tiempo como un conserje buscando sitio para aparcar. Hace diez años, esta supuesta igualdad entre ambos era una realidad que parecía inalterable; hoy en día, no es más que una imperfección tecnológica que podría fácilmente enmendarse con un teléfono inteligente.

Nuestra vida la han hecho llevadera esas imperfecciones de las que muchas de nuestras instituciones se han aprovechado. Los periódicos, amparándose en la bendición de no saber lo poco que interesaban algunos de sus artículos, podían correr el riesgo de colocarnos en primera página aburridos textos sobre cuestiones de relevancia pública. Ahora, cuando se mide y pronostica cualquier clic, ese riesgo no viene al caso: hasta las decisiones editoriales han de tomarse con la vista puesta en la lógica del mercado.

Tampoco los aficionados a la lectura tenían forma de comprobar si la librería en la que estaban ofrecía el mejor precio para el volumen que tenían en las manos. Con frecuencia se arriesgaban, pagaban más y contribuían al sostén del establecimiento. Ahora, cuando están armados de un smartphone siempre encendido, ese riesgo tampoco suele venir al caso: siempre tendrán a mano las herramientas de comparación de precios de Amazon. No cabe duda de que los consumidores ganan, pero a costa de una sólida y vibrante cultura literaria, basada en la existencia de librerías.

Hay aplicaciones que permiten reservar mesa en restaurantes con nombres falsos para revenderlas

En una época en la que valores como la solidaridad, la equidad y la diversidad no dejan de verse atacados, la capacidad para incorporar más información a nuestras decisiones no hace sino acelerar su desaparición. En realidad, la ignorancia puede ser un alivio, sobre todo si lo que nos espera junto al conocimiento es la orden de ser más eficiente, competitivo y provechoso. A falta de otros proyectos radicales que cuestionen el statu quo, la ignorancia o, más bien, la fundamentada negativa a saber, puede ser un poderoso antídoto contra los constantes esfuerzos que se hacen por reducirlo todo a un conocible nivel de precio, porque su propia existencia ya formatea a los ciudadanos, que pasan a ser consumidores.

La razón de que lo que nos cuentan los emprendedores hipertecnológicos estadounidenses nos suene tan bien es que siempre presentan el conocimiento como algo apolítico, ajeno a la pugna actual entre ciudadanos y Gobiernos o entre ciudadanos y grandes empresas. En el mundo de ensueño de Silicon Valley, los ciudadanos corrientes tienen casi tanto poder como las aseguradoras, de manera que, según su razonamiento, la información sobre nuestros niveles de actividad deberá necesariamente concederles a ambos la misma un mismo margen de maniobra.

Desde esta perspectiva, las iniciativas destinadas a vincularlo todo, personas y objetos, en un mismo Internet de las Cosas («La próxima frontera para el “Internet de las Cosas”: los bebés», se lee en un reciente titular de la página web económica CNBC) solo podrá significar que los espacios de imperfección que temporalmente nos permitían relegar el triunfo de la lógica mercantil en todos los ámbitos de la vida social irán menguando todavía más. Y si la conectividad permanente es esencial para que esa lógica ejerza el control de nuestra vida, la única autonomía por la que, tanto a los individuos como a las instituciones, les merecerá la pena luchar será la que florezca en la opacidad, la ignorancia y la desconexión. El derecho a conectarse es importante, pero también el derecho a desconectarse.

Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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