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18 abr 2015

Porque los españoles hemos de ponernos en pié y decir en alto: ¡Basta!

Hay momentos difíciles en los que se ha de actuar pensando como españes y no como augustos.

Un ejemplo, de entre los abundantes de nuestra historia, es este en el que S. M. Alfonso XIII se dirige a nosotros.


Abdicación de Alfonso XIII, 15 de enero de 1941

Españoles:

El 14 de abril de 1931 me dirigí al pueblo español, manifestando mi decisión de apartarme de España, suspendiendo deliberadamente el ejercicio del poder, sin renunciar por ello a ninguno de los derechos de los que la Historia me había hecho guardián y depositario.

Cumplí en aquella ocasión un deber de patriotismo, y gracias a ello ninguno podrá afirmar hoy que se vertiera sangre española, para defender intereses de un régimen o de una dinastía, sino que la magnífica epopeya de la liberación de España, el heroísmo de su Ejército, y de la juventud española, viene marcado con el sello inconfundible del sacrificio por la Patria, que abre paso a la solidaridad de todos, para crear su unidad, su libertad y su grandeza.

Asegurada ya la victoria definitiva, sentí con ella el impulso de anticipar esta declaración; contuvo, sin embargo, mi ánimo el deseo de mandurarla hasta hoy que, robustecido de consejos leales e informes autorizados, me juzgo en la obligación de dirigirme de nuevo, y por última vez, a los españoles.

Al reorganizarse políticamente el país es preciso que quede expedito y franco el camino, para que, en el momento que se juzgue oportuno, pueda reanudarse la tradición histórico, consustancialmente unida a la institución monárquica, que durante siglos ha asegurado la unidad y permanencia de España.

Durante mi reinado procuré siempre vivir el interés de mi Patria, y espero que la posteridad hará justicia a la rectitud de mi intención, y al logro de muchos de mis propósitos durante un período que cuenta entre los más prósperos de nuestra Historia. Pero aún, siendo así, sería desconocer la realidad, no advertir que la opinión española, la de los que han sufrido y han luchado y han vencido, anhela la constitución de una España nueva en que se enlace fecundamente el espíritu de las épocas gloriosas del pasado, con el afán de dotar a nuestro pueblo de la capacidad necesaria, para realizar su misión trascendental en lo futuro.

A esa exigencia fundamental de la opinión española debe responder la persona que encarne la institución monárquica, y que pueda ser llamada a asumir la suprema jerarquía del país.

Por una parte ha de esforzarse en que desaparezcan los últimos vestigios de las luchas civiles, que dividieron a los españoles en el siglo XIX; por otra, ha de encarnar la esperanza de los que desean una España nueva, libre de los defectos y vicios del pasado, en la que un sentido eficaz y vivo del patriotismo vaya unido a una más adecuada organización de la sociedad y del Estado, y a una más equitativa participación de todos en la prosperidad general.

No por mi voluntad, sino por ley inexorable de las circunstancias históricas, podría tal vez mi persona ser un obstáculo, y sobre todo entre quienes convivieron conmigo y tomaron después, de buena fe seguramente, rumbos distintos. Ante algunos, podría aparecer como el retorno a una política que no supo o no pudo evitar nuestra tragedia, y las causas que la provocaron; para otros, podría ser motivo de remordimiento o de embarazo. Deber mío es remover esos posibles obstáculos, sacrificando toda consideración personal, para servir la gran causa de España, por la que tan generosamente han ofrendado su sangre millares de españoles.

De manera alguna pesa en mi ánimo la elección de oportunidad o acierto de la mayor o menor resonancia de mis actuales manifestaciones; hubiera rehuido siempre alterar el espíritu público o distraer su atención de otras miradas, hacia mí, pues mi propósito y designio consisten en causar un solo efecto: desaparecer en sazón y tiempo para bien de España.

Renuevo especial llamamiento al patriotismo de todos sin distinción, y en particular a los remisos al sacrificio por la unión, a los cuales va muy encarecido con mi ejemplo.

Con este espíritu y este propósito ofrezco a mi Patria la renuncia de mis derechos, para que por ley histórica de sucesión a la Corona, quede automáticamente designado, sin discusión posible en cuanto a la legitimidad, mi hijo el Príncipe Don Juan, que encarnará en su persona la institución monárquica, y que será el día de mañana, cuando España lo juzgue oportuno, el Rey de todos los españoles.

ALFONSO XIII, REY

Roma, 15 de enero de 1941



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