Cuando un niño malcriado tiene una rabieta en un avión abarrotado de pasajeros, los adultos que están alrededor confían en que los padres reaccionen y le contengan. No es él quien tiene la culpa de su mal comportamiento. No es más que un niño, al fin y al cabo.
De la misma manera, si bien resulta tentador pedir responsabilidades a los sindicatos y otros grupos organizados que se declaran en huelga o que organizan protestas cada vez que se anuncia algún intento de modernizar Francia o implantar cualquier reforma de peso, la verdad es que los franceses se han acostumbrado a ese desastroso comportamiento después de decenios de observar a una clase política que no habla claro y carece de valor moral y aunténtico liderazgo. Igual que ocurre con los padres del niño, los máximos responsables de esta descorazonadora situación son los políticos.
En el primer discurso público pronunciado por Marine le Pen después de la publicación de un sondeo trascendental que la sitúa por delante de François Hollande en una hipotética segunda ronda de las elecciones presidenciales, y justo antes de la reciente y asimismo trascendental elección de dos miembros del Frente Nacional para el Senado francés, la dirigente francesa nos atacó con vehemencia tanto al movimiento Barrez-vous! (“Largaos”) como a mí personalmente y nos llamó francoescépticos. En un manifiesto con ese mismo nombre, otros dos firmantes y yo habíamos exhortado a los jóvenes franceses —con un desempleo juvenil en torno al 25% desde hace más de 30 años— a abandonar el pasatiempo nacional de manifestarse por París para expresar su descontento y a marcharse del país, con el fin de llamar la atención de las autoridades.
Como en casi todos los países desarrollados que sufren problemas, el capital humano es uno de los pocos factores que puede salvar a Francia del desastre, pero la verdad es que la proporción del PIB británico generada por el medio millón de franceses residentes en Londres, que es ya la cuarta ciudad francesa del mundo, es impresionante, y no deja de crecer día a día. Nuestra idea era que, si los jóvenes se van fuera del país, las clases dirigentes tendrán que decidirse a tomar medidas para mejorar la situación en la que se encuentran e intentar así convencerles así de que se queden.
Pues bien... Dos años después del manifiesto, la situación es mucho peor, el número de jóvenes que dejan el país sigue aumentando y los políticos siguen acusando a nuestro movimiento de ser antifrancés y empujar a los jóvenes a darse por vencidos. Como si los ciudadanos se dividieran en los buenos, patriotas y agradecidos, que se quedan, y los malos, antipatriotas e ingratos. Como si los dos millones y medio de franceses que viven en el extranjero fueran unos cobardes que han huido, en vez de ser los mejores embajadores de Francia.
Mussolini solía expresar su interés por apoderarse de Córcega diciendo que quería la gabbia senza gli uccelli (“la jaula sin los pájaros”). En contra de lo que alega Marine Le Pen, nuestro movimiento no es antifrancés, en absoluto. Los que provoca nuestra irritación y nuestra impaciencia son los miembros de la clase política francesa, incluido su propio partido. Por supuesto, han quedado muy atrás los tiempos en los que su padre se hizo famoso por sus diatribas racistas y revisionistas. Los discursos de la hija son más refinados, y existen muchos conservadores, tanto en Europa como Estados Unidos, que se encuentran decididamente más a la derecha que ella. Lo que resulta más llamativo ya no es el extremismo y la intolerancia de su partido, sino la increíble mediocridad de su programa, especialmente en todo lo relativo a la economía. Claro que, por desgracia, en el contexto francés, ese es un dato tristemente superficial.
A los franceses les encanta considerarse cartesianos, con lo que quieren decir es que son racionalistas y pragmáticos, cuando, en realidad, son profundamente kantianos, porque para ellos todo es cuestión de grandes principios, de cómo deberían ser las cosas, y no piensan en qué es lo más eficaz.
Como consecuencia, la política francesa se ha convertido en un concurso de ideas teóricas: los políticos como Le Pen no necesitan dar demasiadas explicaciones sobre cómo pretenden llevar a cabo las cosas que prometen (salirse del euro, detener la inmigración, introducir el principio de preferencia nacional), porque es suficiente con que se dediquen a ser grandilocuentes y contar lo maravillosos y extraordinarios que son sus objetivos.
Los franceses, en especial los jóvenes, parecen cada vez más dispuestos a dar su voto al Frente Nacional y piensan que elegir a sus miembros es una forma de romper con el pasado. Sin embargo, a la hora de la verdad, su retórica y su ideología en relación con la soberanía, Bruselas, la UE, Alemania, la economía de mercado y el laxismo presupuestario y social son penosamente idénticas a las del exministro de Economía Arnaud Montebourg, recién dimitido del Gobierno de Hollande.
La única brecha y digna de tal nombre que sigue existiendo hoy en la política francesa es la que separa a esos soberanistas reaccionarios, ya sea de viejo o de nuevo cuño, de los auténticos pragmáticos, los que tienen el empeño de poner en marcha reformas genuinas (empezando por una completa revisión de las leyes fiscales y laborales). Por desgracia, en este último grupo hay muy pocos que se dediquen en serio a la política.
En realidad, Francia lleva 35 años oscilando entre gobiernos incapaces, irresponsables e incompetentes, sin haber contado nunca con uno que haya sido verdaderamente reformista. La política francesa consiste, desde hace mucho tiempo, en un enfrentamiento entre dos tipos de euroescépticos: por un lado, los ontológicos, como Le Pen y Montebourg, que, por lo menos, tienen el mérito de hacer lo que dicen; por otro, los euroescépticos encubiertos, que fingen defender los ideales europeos pero que, en el fondo, se sienten incómodos ante la idea de perder buena parte de su poder y su prestigio con una Unión más fuerte.
Tres décadas y media de cobardía y populismo por parte de representantes de todo el espectro político han abonado el terreno para la crisis democrática que sufre Francia en la actualidad y el ascenso de Marine le Pen.
Si bien François Hollande proclamó que “las finanzas son el enemigo” cuando era candidato socialista a la presidencia, en 2012, fue nada menos que el conservador Jacques Chirac el que unos años antes, cuando era él presidente, dijo que el liberalismo económico, “una perversión del pensamiento humano”, sería “tan malo como el comunismo”.
El Gobierno francés actual, incluso aunque decidiera poner en marcha, por fin, el big bang de reformas que tanto necesita el país, no va a poder salvar a la izquierda. El expresidente Sarkozy parece convencido de que va a volver a ganar las elecciones presidenciales en 2017. Ahora bien, si no logra convencer a los franceses de que en un segundo mandato será capaz de llevar a cabo las reformas que —pese a toda su palabrería— no introdujo en el primero, es muy posible que la dirigente del Frente Nacional acabe siendo la próxima presidenta de Francia.
Felix Marquardt es ensayista y fundador del movimiento Barrez-vous!(www.barrez-vo.us).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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