Una monja en el prostíbulo
Un grupo de religiosas en ruta por clubs y carreteras rescata a mujeres de las mafias
Desde el inicio de la crisis ven más españolas ejerciendo la prostitución
Un grupo de monjas hace ruta todas las semanas por clubs de alterne, carreteras, cortijos y pisos de Almería donde se ejerce la prostitución. Son adoratrices y oblatas que hace años que no se ponen el hábito y viajan en una furgoneta en la que, a veces, se producen milagros. En la parte trasera de ese vehículo, habilitada como un pequeño salón en el que las religiosas reparten café y preservativos, se han transformado vidas enteras; las de decenas de mujeres obligadas a vender su cuerpo por redes mafiosas o por pura desesperación. La ruta termina en una casa de acogida cuyo domicilio es confidencial, por seguridad. Reciben a EL PAÍS con la condición de no revelar esa ubicación ni la identidad de sus inquilinas.
“Me engañó un gitano rumano”, relata Erika, víctima de trata. Ella tenía entonces 12 años; él, 27. “Me dijo que vendríamos a España, que yo podría trabajar de limpiadora…”. Con 14 se quedó embarazada. “Así que me vendió a otro gitano rumano”. Erika no sabe por cuánto dinero, pero sí sabe que le engañó, porque cuando su nuevo dueño descubrió que iba a ser madre, la molió a palos para intentar provocarle un aborto. No lo consiguió y ella regresó a su país, Rumanía, para dar a luz. “Ese mismo día, el gitano que me había traído a España se presentó en el hospital y me dijo: ‘Tú eres mía”. Se la llevó. “Me obligó a trabajar enseguida. La mujer de mi padre se quedó con mi niña”. De vuelta en España, le obligaba a darle 300 euros al día. “Si no los conseguía, me pegaba una paliza”. La torturaba metiendo su cabeza en el frigorífico e intentando cerrar la puerta. En una ocasión, le rajó los muslos con un cuchillo y chorreando sangre, la obligó a tener relaciones sexuales con él. “Un cliente me animó a denunciar a la policía". El juicio está pendiente y Erika, que ahora tiene 24 años, ya no vive en la casa de acogida. La monja María José Palomino recuerda que el día que la conoció se puso enferma; era la forma en que su cuerpo rechazaba aquel inacabable recuento de “perrerías”.
España es el segundo país de la Unión Europea con más casosdetectados de explotación sexual -el primero es Italia-. Solo desde el pasado enero, la policía ha detenido a 264 personas en 76 operaciones contra estas mafias e identificado a “más de 4.900 víctimas potenciales”. De ellas, 117 fueron asistidas por ONG -14 eran menores de edad- y 66 adquirieron la condición de testigos protegidos. Entre abril de 2013 y diciembre de 2014 fueron 1.450 detenidos, 11.751 víctimas potenciales detectadas, 774 acogidas y más de 29 millones de euros incautados.Según Interior, el negocio mueve cinco millones de euros al día en España.
Uno de los lugares favoritos de esas mafias es también uno de los más desagradables. “Me impresionó mucho. Nunca se me había pasado por la cabeza que en un lugar así se pudiera ejercer la prostitución”, recuerda Palomino de su primera visita a los cortijos de Roquetas(Almería). Techos de uralita. Una silla en la puerta para advertir a los clientes. Mantas sobre la tierra. Bichos por todas partes. “Le pregunté a las chicas si alguna vez habían ido al pueblo, al cine, a la compra...Una de las nigerianas me explicó que llevaba siete años allí metida y que el dueño le llevaba de vez en cuando bolsas de comida”. El propietario, un español de 35 años, le cobraba 500 euros al mes por el alquiler de aquel cuchitril infecto, pero oportunamente rodeado de invernaderos, es decir, de mano de obra barata en busca de sexo barato. El servicio allí cuesta 10 euros. Y ni siquiera: Fatema, marroquí, de 28 años, tenía que darle tres al dueño del cortijo en el que trabajaba.
“Allí iban muchos hombres: inmigrantes, españoles, jóvenes, viejos, borrachos, sucios...", recuerda Fatema. "Había muchas chicas como yo, más de 20: rusas, nigerianas, marroquíes... Sufrimos mucho. A mi familia nunca le conté la verdad. Les decía que estaba trabajando de panadera, en el tomate...”. Ella había llegado con 21 años a España para trabajar en la fresa, en Huelva, pero aquello solo duró 15 días. Su padre había muerto y ella tenía que enviar dinero a casa para mantener a su madre, su hermano y sus dos hijos. Trabajó en los cortijos hasta que un día, las monjas en ruta dieron con ella y la ayudaron a salir del infierno. Ahora tiene un contrato como interna en una casa, ha conseguido los papeles y ha podido regresar a Marruecos. Llevaba seis años sin ver a sus pequeños.
Palomino cuenta que hace años nunca veía a mujeres marroquíes ejerciendo la prostitucióny cree que ahora empieza a haber redes de trata de musulmanas. “Sé de una señora que contrató a un hombre musulmán para que enamorara a una chica por Internet y se la llevara a Murcia. Ella se escapó y vino aquí. Ahora ya no está con nosotras, pero nos llamó diciendo que estaba embarazada. Cuando se quedan en estado, las abandonan”.
Muchos de esos cortijos están hoy cerrados porque una de las víctimas denunció a la policía. Palomino y Elena Guerra, la trabajadora social que asiste a las religiosas en el proyecto, hablan con verdadero orgullo de ella: “Levantó medio Poniente”, dicen, refiriéndose a una de las zonas predilectas de las redes de explotación. Por eso la perdieron tan pronto de vista. “Cuando están en peligro, las envían a otro lugar para que nadie pueda encontrarlas. Los explotadores las tienen aterrorizadas”. A rumanas, búlgaras, rusas... las amenazan con hacer daño a su familia. A las nigerianas, con el vudú.
El miedo se prolonga muchos meses después de haber recuperado la libertad. Margarita Navío y María Elisa Altadill, superiora y secretaria de las adoratrices en Madrid -donde también tienen casas de acogida- relatan que algunas de las chicas "apenas salen a la calle" y otras "se disfrazan con pelucas" por miedo a que sus explotadores las encuentren.
Cada vez más españolas en los clubs
Palomino tiene ahora asignados en la ruta los clubs de alterne y los pisos de prostitución. “A los dueños de los locales casi nunca les vemos. En 13 años no hemos tenido ningún problema. Lo más, una vez que un cliente borracho me cogió de la cintura y me dijo: “¡Esta sí que es guapa!”, recuerda la religiosa. “Hace años no veías españolas. Desde la crisis sí. En un club me encontré a una señora que parecía que tenía 60 años, aunque decía que tenía 51, y a su hija, de 25. Las dos trabajaban allí". A Guerra también le sorprendió encontrar a una chica de su edad, treinteañera, en un club un día. “Era gallega. Se había ido a Almería para que nadie la reconociera. Dijo que era opositora”.
Los clubs son el único sitio de la ruta en el que las monjas no reparten preservativos, porque las mujeres que trabajan allí suelen tener más dinero. “Cuando estás en esto, no te planteas si preservativos sí o no. Piensas en el bien de las chicas y ya está. Nadie de la Iglesia nos lo ha recriminado nunca. Lo que no hacemos es acompañarlas a abortar. Les informamos de que tenemos una casa de gestantes y, si quieren interrumpir el embarazo, es su libertad, pero no vamos con ellas”, explica Palomino. Gracias a un convenio con la Junta de Andalucía pueden ofrecer a estas chicas una tarjeta sanitaria temporal, pese a que muchas de ellas no tienen ni pasaporte.“Algunas se enteran al hablar con nosotras de que están en España”, dice Guerra.
“Por una sola ya hubiera valido la pena”, asegura Palomino, que ha ayudado a decenas de mujeres. Solo en 2014, acogieron a 30 en la casa, 8 de ellas, víctimas de trata. La congregación celebra a menudo grandes triunfos: el primer cumpleaños en libertad de alguna de las chicas, papeles para una, trabajo para otra, o el premio de Derechos Humanos Rey de España, que concede el Defensor del Pueblo y les entregó Felipe VI el pasado abril.Pero también se llevan grandes disgustos: esclavas de las mafias que el día del juicio se desdicen y abandonan el juzgado con su explotador; mujeres que tras lograr salir de la explotación terminan con un novio maltratador, al que justifican. “Psicológicamente las desmontan", explica Guerra. "Algunas llegan a creer que no merecen otra vida y se sabotean a sí mismas".
Si es víctima o sospecha que alguna mujer puede estar siendo explotada por una red de trata, la policía ha habilitado una línea telefónica para denunciar de forma confidencial: 900 10 50 90
“Quería arrancarme la piel después de cada cliente”
NATALIA JUNQUERA
El miércoles cumplió 31 años, pero es otro día, el 1 de agosto, cuando Lucía (nombre falso) celebra su aniversario. “Ese día entré aquí y volví a la vida”, relata. Lleva casi dos años en la casa de acogida. Los cinco anteriores, esta portuguesa, que hoy estudia un módulo de farmacia, se prostituyó en pisos y clubs de Almería. “Mi novio me animó a venirnos a España. Dijo que él ganaba un buen sueldo –era camionero- y que no hacía falta que yo trabajara. Llegamos en mayo de 2007. Yo estaba embarazada. Luego descubrí que se gastaba todo el dinero en juego, porque era ludópata, y lo metieron en la cárcel porque mató a una persona con el camión. Así que yo me vi sin trabajo, con mi hija de un año, un alquiler, y mi madre, que había venido a España. El día antes de la Navidad de 2008 abrí la nevera y no tenía nada que darle a mi niña. Nada. Todo el mundo al que había pedido ayuda me dijo que no podía seguir ayudándome y me acordé de un piso que tenía unas lucecitas en la puerta. Era evidente a qué se dedicaban... Y llamé”.
Las cuatro encargadas –una francesa, una alemana, una brasileña y una colombiana- le dieron unas instrucciones tras desnudarla para tomarle las medidas y comprobar si era “apta”. “Me explicaron que ellos se llevaban la mitad. Que el servicio costaba 50 euros 20 minutos, 60 media hora y 100 una hora entera. Que se cobraba a la semana, los lunes...”, recuerda Lucía. “Allí había chicas de todos los colores. Organizaban una especie de desfile y el cliente escogía. Ese mismo día me quedé. Recuerdo como si fuera ayer la primera vez, la peor. Llorando. Ahí me di cuenta de en qué me había convertido. ¿Dinero fácil? No hay dinero más difícil de ganar que ese”, cuenta entre lágrimas. “Al terminar, pedí un adelanto y compré pañales y leche”.
Enseguida empezó la crisis. “Venían menos clientes y los que venían pedían rebajas. Me echaron de la casa en la que estaba porque no podía pagar el alquiler, así que nos fuimos a una pensión. Pero la pensión costaba casi tanto como lo que yo ganaba a la semana. Fui a hablar con la trabajadora social del Ayuntamiento y con mi madre tomamos la decisión de dejar a la niña en un centro, al que podía ir a visitarla. Llevarla allí es lo mejor que podía hacer, pero cuando me vi sin ella, el trabajo se me hizo insoportable. Estaba en el club y la oía llorar, como si estuviera allí. Una compañera me dijo: 'Eso se te pasa con una raya', y si las cosas estaban mal, las empeoré. Me sentía fracasada como madre, como mujer... no podía perdonarme. Me drogaba para no pensar, y me enganché”. Su hija fue dada en adopción.“El mes que viene cumple 7 años. A veces veo niñas que se le parecen, o que hacen un gesto o un sonido como los que ella hacía. Cuando sea mayor, me gustaría que supiera la verdad de lo que pasó”.
Recuerda perfectamente el día en que esas monjas en ruta dieron con ella. “La primera vez me hice la dormida. La segunda vez que vinieron al piso, una de ellas me preguntó: ¿Tú qué haces aquí? Recuerdo que me tocó, me cogió de la mano mientras me hablaba, y eso me impresionó mucho”. Hacía años que nadie tocaba a Lucía así: para mostrar cariño. “Cuando estas monjas aparecieron en mi vida, yo no me reconocía en el espejo. Quería arrancarme la piel después de estar con cada cliente. Pensé: 'si pierdo este tren, puede que no pase otro'... La hermana María José me dijo el otro día: 'He estado en el piso, he visto tu antigua cama, y no sabes lo que me he alegrado de que ya no estuvieras allí”.
GABRIELA: “Me encerraron un año en una habitación de hotel”
Gabriela es búlgara, tiene 31 años y sonríe sin parar, como si nunca hubiera pasado un año encerrada en un hotel en Algeciras en el que la que la puerta solo se abría para recibir comida y palizas. “Vine a España con una amiga de mi barrio. Me dijo que ella iba a trabajar y que yo podía quedarme en su casa, aprender español y buscarme algún trabajo”. Era diciembre de 2011. “Creo que ella sí sabía a lo que venía, pero yo no. Su novio nos metió en un hotel grande. Me quitó el pasaporte, el móvil... y no me dejaba salir. Como no hacía lo que él quería [prostituirse], me pegaba, con las manos y con el cinturón”.
Un día consiguió escapar y fue corriendo a la policía. “Trajeron a una persona que hablaba mi idioma y me dijo que estuviera tranquila, que iba a ir a una casa de acogida para descansar. A él lo cogieron, a ella no sé”, dice, refiriéndose a su amiga. Tiempo después, pensó que se había enamorado, pero tuvo que terminar denunciando a su novio por malos tratos. “Una noche fuimos de fiesta con sus amigos y me dijo que me acostara con ellos. Me negué y me pegó una paliza”.
Gracias a esa denuncia, Gabriela consiguió los papeles para residir legalmente en España y ahora hace un curso de limpieza para intentar encontrar trabajo como asistenta. Repite mucho la expresión “poco a poco”. Como si además de a quien le escucha, se lo recordara a sí misma.
Le gusta hacer fotos y echa de menos a su familia. “Lo más difícil que he hecho en mi vida ha sido contarle a mi padre lo que me pasó. Mi madre no sabe nada, se hubiese muerto de pena”.
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