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27 feb 2014

Historia de la Comuna de París. Una necesidad.

Historia de la Comuna de París.
H. Prosper-Olivier Lissagraray

 EL DESASTRE.

Capítulo I.
Prologo del combate.

El derrumbamiento del segundo imperio.
Francia antes de la guerra.
El Imperio es la paz.
Luis Napoleón Bonaparte. (Octubre de 1891.)

Nueve de agosto de 1870. En tres días, el Imperio ha perdido tres batallas. Douay, Frossard, Mac- Mahon se han dejado sorprender, aplastar. Alsacia está perdida, el Mosela al descubierto, Emile Ollivier ha convocado al Cuerpo Legislativo. Desde las once de la mañana, París se ha echado a la calle, llena la plaza de la Concordia, los muelles, la calle Bourgogne, rodea el Palais-Bourbon.

París espera la consigna de los diputados de la izquierda. Son, desde la derrota, la única autoridad moral. Burgueses, obreros, todos se les unen. Los talleres han vomitado un verdadero ejército a la calle; capitaneando los grupos, se ven hombres de probada energía.

El Imperio cruje; está a punto de derrumbarse. Las tropas, formadas delante del Cuerpo Legislativo, están emocionadas, dispuestas a pasarse al pueblo, a pesar del viejo mariscal Baraguey-d'Hilliers, gruñón y cubierto de entorchados. Gritos: “¡A la frontera!” Los oficiales murmuran: “¡Nuestro puesto no está aquí!”

En la sala de Pas-Perdus, republicanos que han forzado la consigna, apostrofan a los diputados adictos al Imperio y claman por la República. Los mamelucos, pálidos, se escabullen por entre los grupos. Thiers llega, asustado; le acosan y responde: “¡Implantadla, pues, vuestra República!” Pasa el presidente Schneider hacia el sillón presidencial. Gritos: “¡Abdicación! ¡Abdicación!”

Los diputados de la izquierda, a quienes acosan los delegados de los que aguardan fuera, acuden aturdidos: “¿A qué esperáis? ¡Está todo preparado! ¡Presentaos en lo alto de la escalinata o en la verja!” “¿Hay bastante gente? ¿No sería mejor dejarlo para mañana?” No hay, en efecto, más que cien mil hombres. Alguien viene a decir a Gambetta: “En la plaza Bourbon aguardaremos varios millares”. Otro, el que escribe, apremia: “Haceos cargo del poder, que aún es tiempo; mañana os veréis obligados a afrontar la situación, cuando sea ya desesperada”. De aquellos cerebros embotados no brota una idea; de las bocas abiertas no sale una palabra.

Se abre la sesión. Jules Favre invita a la asamblea del desastre a que tome en sus manos el gobierno. Los mamelucos, furiosos, amenazan, y, en la sala de Pas-Perdus, se presenta, desgreñado, Jules Simon: “Quieren fusilarnos”: yo me presenté en medio del recinto con los brazos cruzados y les dije: “¡Fusiladnos si queréis!” Una voz le grita: “¡Acabad de una vez!” “¡Sí -dice- es preciso acabar!”, y vuelve a sentarse, con gesto trágico.

Se acabaron las contemplaciones. Los mamelucos, que conocen bien a la gente de la izquierda, recobran el aplomo, y, quitándose de encima a Emile Ollivier, imponen por la fuerza un ministerio encabezado por Palikao, el saqueador del Palacio de Verano. Schneider levanta la sesión precipitadamente. El pueblo, suavemente rechazado por las tropas, vuelve a apelotonarse a la entrada de los puentes, corre detrás de los que salen de la Cámara, a cada instante cree proclamada la República. Jules Simon, ya lejos de las bayonetas, le cita para el día siguiente en la plaza de la Concordia. Al día siguiente, la policía ocupa todas las bocacalles.

La izquierda dejaba en manos de Napoleón III los dos últimos ejércitos de Francia. El 9 de agosto, hubiera bastado un empujón para barrer aquel despojo de Imperio; Pietri, el prefecto de policía, lo ha reconocido. Guiado por su instinto, el pueblo brinda sus brazos. Pero la izquierda rechaza la revuelta liberadora, y abandona al Imperio el cuidado de salvar a Francia. Hasta los turcos tuvieron en 1876 más inteligencia y más ímpetu.

Francia pasa tres semanas enteras rodando al abismo, ante la impasibilidad de los imperialistas y los apóstrofes declamatorios de la izquierda.

En Burdeos, meses más tarde, una asamblea aúlla contra el Imperio, y en Versalles se alza un clamor entusiasta cuando un gran señor declama: “¡Varus, devuélvenos nuestras legiones!” ¿Quién increpa y quién aplaude de esta suerte? La misma alta burguesía que se pasó dieciocho años muda, besando el polvo y entregando a Varus sus legiones.

Aceptó el segundo Imperio por miedo al socialismo, como sus padres se habían entregado al primero para clausurar la revolución. Napoleón I le prestó dos grandes servicios, que no se pagan con la apoteosis, por grande que ésta sea. Impuso a Francia una centralización y mandó a la tumba a cien mil miserables, que caldeados aún por el vendaval revolucionario, podían alzarse el día menos pensado reclamando la parte que les correspondía en los bienes nacionales. A cambio de esto, la dejó aparejada para los amos de mañana.

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