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23 abr 2014

Je m'appelle Byblos. Je m'appelle Auguste

 Je m'appelle Byblos, París


Je m'appelle Auguste, Lughonia, 1946.

El último café que tomé con mis hermanos, Madeleine y Manolo, ha sido en la cafetería que tenía el hijo de su amiga. Ha sido en Gijón, en la carretera de La Costa. El café ha sido provocador. Hoy, recomiendo leer esta novela histórica cuyo título daba nombre al lugar donde hemos estado, hablando...

El halcón maltés
de
Dashiell Hammett

Un recuerdo desde esta novela histórica. Me gustaría visitar Biblos con vosotros.

Leo, 3. TRES MUJERES

Cuando Spade llegó al despacho a las diez de la siguiente mañana, Effie estaba sentada ante su mesa, abriendo el correo matutino. Su cara de muchacho estaba pálida, bajo la piel tostada por el sol. Dejó sobre la mesa el puñado de cartas y la plegadera de metal blanco, y dijo en voz baja de aviso:
—La tienes ahí dentro.
—¿No te dije que no la dejaras venir? —se quejó Spade, hablando también en voz baja.
Effie abrió más los ojos castaños, y su voz sonó tan irritada como la de él:
—Sí, pero no me dijiste cómo hacerlo —sus párpados se entornaron y dijo con voz cansada y bajando los hombros—: Y no rezongues, por favor, Sam. He disfrutado de ella toda la noche.
Spade se detuvo junto a la muchacha, le puso una mano en la cabeza y le atusó el pelo, con una caricia, desde la raya que lo partía en dos.
—Perdona, ángel mío, no he querido...
Se interrumpió cuando se abrió la puerta de su despacho, y dirigiéndose a la mujer que apareció en ella, dijo:
—Hola, Iva.
—¡Ay, Sam! —dijo la mujer.
Era rubia, de poco más de treinta años. La belleza de su cara conoció probablemente su plenitud cinco años antes. A pesar de ser apretada de carnes, tenía el cuerpo bien modelado y exquisito. Iba vestida de negro desde el sombrero a los zapatos. Como luto, la ropa presentaba un aire de improvisación. Así que hubo hablado, retrocedió desde la puerta y quedó esperando a que Spade entrara. Este retiró la mano de la cabeza de Effie, entró en el segundo despacho y cerró la puerta. Iva se llegó a él rápidamente, ofreciéndole la afligida cara para que la besara. Lo rodeó con los brazos antes que Spade la tuviera en los suyos. Después de besarse, él hizo un ligero movimiento como para soltarse, pero Iva le apretó la cara contra el pecho y comenzó a sollozar.
Spade le acarició la redonda espalda, diciendo: «¡Pobre amor mío!» La voz era tierna, la mirada de los ojos entreabiertos, clavada sobre la mesa del que fue su socio, al otro lado de la habitación, era de cólera. Una mueca de impaciencia hizo que sus labios dejaran ver los dientes. Spade apartó la barbilla para evitar el roce de la copa del sombrero.
—¿Has mandado a buscar al hermano de Miles? —preguntó.
—Sí, ha llegado esta mañana —las palabras sonaron apagadas por los sollozos y por la chaqueta de Spade, sobre la que la boca se apoyaba.
Spade volvió a hacer una mueca e inclinó la cabeza para mirar disimuladamente su reloj de pulsera. El brazo izquierdo abrazaba a la mujer, con la mano sobre su hombro. El puño de la chaqueta estaba lo suficientemente subido para dejar el reloj al descubierto. Marcaba las diez y diez.
La mujer se movió en el abrazo y volvió a alzar la cara. Tenía los azules ojos mojados y con ojeras blanquecinas, y la boca húmeda.
—¡Sam! —gimió—. ¿Le mataste tú?
Spade la contempló con ojos a punto de desorbitarse. Abrió con asombro su huesuda quijada, bajó los brazos y se zafó de los de ella dando un paso atrás. La miró desabridamente y se aclaró la garganta.
Iva permaneció con los brazos en alto, tal como él los dejó. Los ojos se le nublaron de angustia y se cerraron en parte bajo las cejas, cuyos extremos interiores apuntaban hacia arriba. Sus labios húmedos y rojos temblaron.
Spade rió agriamente con una sola sílaba:
—¡Ja!
Y se dirigió hacia la ventana de cortinas agarbanzadas. Allí permaneció, de espaldas a ella, mirando por entre las cortinas al patio hasta que Iva comenzó a moverse hacia él. Se volvió entonces rápidamente y fue a su mesa. Se sentó, puso los codos sobre el tablero, apoyó la barbilla entre los puños y se quedó mirándola. Sus ojos amarillentos brillaban bajo los párpados medio caídos. —¿Quién te ha dado esa luminosa idea? —preguntó, fríamente.
—Pensé...
Se llevó la mano a la boca, y nuevas lágrimas aparecieron en los ojos. Se acercó a la mesa y allí quedó en pie, tras moverse con fácil y segura gracia sobre los zapatos negros de tamaño extremadamente pequeños y de tacones muy altos. —Sé bueno conmigo, Sam —dijo humildemente. Spade, aún brillantes los ojos, se rió de ella.
—Has matado a mi marido, Sam; sé bueno conmigo.
Spade dio una fuerte palmada y dijo una palabrota. Iva comenzó a llorar con ruido, conservando un pañuelo blanco contra la cara.

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