La muerte anda suelta en Iguala
En esta ciudad, al sur de México, una vorágine de violencia criminal acabó con seis muertos, 17 heridos y 38 estudiantes desaparecidos
JAN MARTÍNEZ AHRENS. 04/10/2014 03:36
Cuando en la mañana del sábado 26 de septiembre Pedro se reencontró con su amigo Julio César Mondragón Fuentes bajo la luz blanca de la sala de medicina forense de Iguala, supo que jamás podría olvidar. Pedro identificó a su compañero, que yacía sobre una camilla metálica, junto a otros dos alumnos de la Escuela Normal de Ayotzinapa, por el polo rojo y la bufanda color café con la que se solía embozarse durante las algaradas estudiantiles. Le bastó echar un vistazo a la ropa para reconocerlo, pero lo que no pudo fue mirarle dos veces el rostro. Aún con vida, como le precisó el forense, le habían desollado la cara y luego, vaciado las cuencas de los ojos. En su lugar quedaron dos abismos negros, dos señales bien claras de quién manda en tierras de Iguala, en el corazón salvaje de Guerrero.
Fue en esa ciudad, de 130.000 habitantes, donde el último viernes de septiembre una vorágine de violencia policial y criminal acabó con seis muertos, 17 heridos y un enigma que, cada hora que pasa, se vuelve más oscuro: unos 40 estudiantes desaparecidos. Siete días después de los hechos, va perdiendo fuerza la hipótesis de que se ocultaron para evitar represalias. Los padres y compañeros sostienen que, en el mejor de los casos, se trata de una desaparición forzada y argumentan que la última vez que se les vio fue al ser capturados por la Policía Municipal. De poco ha servido la detención de 22 agentes bajo los cargos de homicidio. La búsqueda emprendida por el ejército, de momento, ha fracasado. El alcalde y su jefe de seguridad se han esfumado con pasmosa tranquilidad, y ningún sicario, pese a las evidencias de intervención del narco, ha sido aún apresado. Frente a las desgarradoras preguntas de las familias, lo que hay, en estos momentos, son dos agujeros negros mirando al vacío.
- ¿Y si no los encuentran, qué hará?
- Pues tendremos que acudir a las armas.
Pedro es el principal testigo de los hechos. Tiene 23 años y estudia primer año de la escuela de magisterio de Ayotzinapa, a la que pertenecían los estudiantes fallecidos. Es lo que aquí llaman un normalista. Sabe que su testimonio le puede acarrear represalias y pide que se mantenga su anonimato. Ahora se encuentra con algunos compañeros en la cancha de baloncesto del centro, junto a un enorme mural dedicado a Marx, Engels, Lenin y el Che. Un tejado de uralita les protege de la lluvia. El aguacero diluye en gris los espesos bosques de amates y cuajilotes que rodean el lugar. Su relato arranca la tarde del viernes por la tarde, cuando un centenar de alumnos, casi todos de primer curso, se dirigieron a Iguala, a unas dos horas en carretera. La ciudad, la tercera en importancia de Guerrero, conoce bien a los normalistas. A menudo acuden a recaudar fondos para sus actividades. Y en más de una ocasión se han enfrentado al tenebroso alcalde, José Luis Abarca, un hombre odiado en la zona por sus presuntos vínculos con el narco y acusado de eliminar en persona a sus opositores.
Acabada la recogida de fondos, los normalistas se encaminaron a la central de autobuses con el objetivo de apoderarse de tres vehículos. La práctica es común. Las empresas la consienten para evitar malas mayores. “Nadie se atreve a decirles que no. Ellos querían los coches para ir a la Ciudad de México y participar en la marchas por la matanza de Tlatelolco en 1968”, cuenta un chófer de Iguala.Aquel día también se registró un incidente, pero esta vez con la esposa del regidor. Los estudiantes irrumpieron en un acto suyo y se desencadenó una primera persecución policial. En un principio, nadie dio importancia a este hecho.
Cuando los tres autobuses tomados por los normalistas salieron de la estación, se toparon con la Policía Municipal. Hubo un primer enfrentamiento. Los agentes dispararon al aire; los estudiantes respondieron a pedradas. Rompieron el cerco. Pero a unos pocos kilómetros, el infierno abrió una de sus puertas. En el cruce de la calle Álvarez con la avenida Periférico Norte, una patrulla se interpuso al convoy. Los normalistas bajaron en tromba para liberar el paso. Los fusiles AR-15 empezaron a tronar. “Disparaban a matar”, recuerda Pedro. Algunos estudiantes cayeron heridos, otros lograron sobrepasar el círculo policial. Pero decenas fueron detenidos. “Les bajaron del autobús y les tumbaron en el suelo; luego se los llevaron, yo lo vi”, explica el testigo. Uriel, otro estudiante, lo corrobora: “Capturaron a unos 20 o 30 y se fueron con ellos”.
A esa hora aún no había muertos. Y los hechos habrían quedado como un capítulo menor, si no fuera porque alguien decidió invocar una fuerza superior para dejar claro quién impone la ley en Iguala, un lugar donde, como reconoce el propio gobernador, Ángel Aguirre, “la policía está totalmente infiltrada” por el crimen organizado. Tras los incidentes, en el mismo cruce, se congregaron normalistas, representantes sindicales e incluso algunos periodistas. El reloj se dirigía hacia la medianoche. “Fue entonces cuando aparecieron las camionetas”, recuerda Pedro. Desde los vehículos, civiles con armas de gran potencia empezaron a disparar sin contemplaciones.
Dos estudiantes cayeron muertos; otros muchos, malheridos. Pedro corrió en busca de refugio en alguna casa. Su amigo Julio César tomó otro camino. En la ciudad, el espanto se expandió como la pólvora. Bares y comercios cerraron sus puertas. La muerte rondaba Iguala. A pocos kilómetros, en la carretera federal a Chilpancingo, un autobús que transportaba al equipo de fútbol Los Avispones, de Tercera División, fue tiroteado sin compasión por un comando de hombres encapuchados, presumiblemente sicarios, y también agentes municipales. Murieron un jugador de 15 años, el chófer y una mujer que iba en un taxi. Los investigadores están seguros de que el vehículo fue confundido con uno de normalistas. Por la mañana, al despuntar el sol, a tres cuadras del lugar del ametrallamiento, alguien depositó un recordatorio: el cuerpo desollado y sin ojos de Julio César Mondragón. Al pasar las horas, el horror se multiplicó al descubrirse que, decenas de estudiantes que habían huido como él, estaban desaparecidos.
El destino de estos normalistas se perdió en la noche de Iguala. Nadie sabe, a estas alturas, su paradero. En un país con una cifra oficial de 13.000 desaparecidos tampoco es extraño. La investigación de la procuraduría no ha dado con ellos. Tampoco la policía estatal. Ni el Ejército. Hay quienes, como Hipólito Lugo, de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, aún albergan la esperanza de encontrarles con vida. “Es habitual que después de un enfrentamiento se escondan y se suban a los cerros”, señala. Pero la convulsa Guerrero suele deparar sorpresas menos amables. En este territorio de espléndidas montañas y bosques cubiertos de niebla la barbarie se mueve con libertad. Con unos 2.100 asesinatos el año pasado, es el Estado más violento de México. Su tasa de homicidios triplica la media nacional y supera en 20 veces la española. Cuatro enloquecidos cárteles se disputan su dominio. Caiga quien caiga. Al día siguiente de los crímenes de Iguala, el párroco de la localidad de Arcelia murió asfixiado en un río y el líder estatal del PAN, el partido hegemónico de la derecha mexicana, fue asesinado de tres tiros por la espalda mientras desayunaba en un lujoso hotel junto a su familia. La descomposición de la autoridad es masiva. Andar por sus calles es verse acompañado al instante por los halcones del narco. El silencio, ante las preguntas incómodas, es atronador. Y a diferencia de Tamaulipas, el otro gran sumidero de la violencia mexicana, las fuerzas presidenciales aun no han tomado el control. En Guerrero nadie está seguro.
Sofía Lorena Mendoza Martínez lo sabe bien. Es concejal por el PRD (izquierda) en Iguala. Su marido, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, fue secuestrado y asesinado el año pasado junto a otros dos dirigentes de Unidad Popular. Un superviviente declaró que había sido el propio alcalde quien acabó con Hernández, su rival político, de dos escopetazos. Pese a este testimonio, nada ocurrió. Sofía Mendoza, sentada en una céntrica terraza del municipio, lo denuncia: “Aquí solo hay miedo, las autoridades están bajo el mando del crimen organizado, son una misma cosa”. La mujer está inquieta. Agita sin cesar el bolígrafo entre las manos. Su mirada no deja de ir de un sitio para otro.
- ¿Teme algo?
- Aquí nos puede ocurrir cualquier cosa.
En Tixtla, a 123 kilómetros de Iguala, Lady González, que no conoce de nada a Sofía Mendoza, piensa igual. Es la hermana de dos desaparecidos y la portavoz improvisada de un grupo de familiares de víctimas. Están hartos de esperar. “Se están burlando de nosotros; todo esto es una gran mentira. Se los llevaron hace una semana y no aparecen. Policías y sicarios andan juntos, pero aquí nadie hace nada”, afirma Lady González. Alejado de este grupo, hay un hombre sentado. Se llama José Alfredo Galíndrez. Es el padre de Giovanni, otro desaparecido. Un chico que adora el fútbol y la música empalagosa de Los Bukis. Con 18 años, quiere ser maestro, como él. A su padre, eso le enorgullece. El hombre está seguro de que su hijo volverá. “No, no lo han matado, ni tampoco se ha escondido, porque me habría llamado, yo creo que lo tienen secuestrado”. Dicho lo cual, toma un móvil y muestra un número, el 73 21 04 8… Es el teléfono de su hijo. Lo ha marcado cientos de veces desde que desapareció. Se ha convertido en un ritual. Y de momento, no ha habido respuesta.
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