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20 jul 2014

Primer amor




Estaba leyendo a Auxias March sobre el amor. Recordé "Primer amor", cuando me lo leía mi madre y yo se lo seguía leyendo. Me enseñaba a leer en alto, enfatizando, caminando. Cuando debía de hacer un alto en la lectura y comentar lo leído.

Probablemente, sea ilustración de la relación que mantengo con mi madre; con Marina, mi madre.

Primer amor
Turguenev, Iván

PROEMIO
Los invitados ya se habían ido. El reloj dio las doce y media. Sólo quedaban el anfitrión, Serguey Nicolayevich y VIadimir Petrovich.
El anfitrión tocó la campanilla y ordenó retirar lo que quedaba de la cena.
-Entonces, está decidido- dijo, sentándose cómodamente en la butaca y encendiendo su cigarri- llo-. Cada uno tiene que contar la historia de su primer amor. Le toca a usted, Serguey Nicolayevich.
Serguey Nicolayevich, rechoncho, de pelo castaño, cara fofa y redonda, miró a su anfitrión y luego levantó la vista hacia el techo.
-No tuve un primer amor. Empecé directamente con el segundo.
-¿Y cómo fue eso?
-Muy fácil. Tenía dieciocho años cuando por primera vez empecé a cortejar a una señorita en- cantadora. Pero lo hacia como si no fuese una no-vedad para mí. Así cortejé después a todas las demás. A decir verdad, a los seis años me enamoré por primera y última vez, precisamente de mi niñera. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Los detalles de nuestra relación se han borrado de mi memoria. Y aunque me acordase, ¿a quién podría interesarle?
-Entonces, ¿qué hacemos?- dijo el anfitrión-. En mi primer amor tampoco hay nada extraordinario. Antes de conocer a Ana Ivanovna, mi mujer, no estuve enamorado. Todo marchó a mil maravillas. Nuestros padres concertaron la boda, inmediatamente iniciamos el noviazgo y nos casamos sin dila- ción. Mi historia se cuenta en dos palabras. Yo, señores, tengo que confesar que, cuando propuse el tema del primer amor, lo hice pensando en ustedes, hombres no diría viejos, pero tampoco jóvenes sol- teros. Bueno, usted, VIadimir Petrovich, ¿no podría amenizar un poco la velada?
-Mi primer amor, en efecto, fue poco corriente- contestó después de una pausa Vladimir Petrovich, hombre de unos cuarenta años, de pelo negro, ya canoso.
-¡Ah!- exclamaron simultáneamente el anfitrión y Serguey Nicolayevich-. Mucho mejor. Cuéntenoslo.
-Bien... O mejor dicho, no voy a contarlo. No soy un buen narrador. Cuando narro, o soy lacónico y seco, o prolijo y amanerado. Si me permiten, voy a apuntar todos mis recuerdos en un cuaderno y luego se los leo.
Al principio los amigos no estuvieron de acuerdo, pero VIadimir Petrovich insistió. Dos semanas después se reunieron de nuevo y VIadimir Petrovich cumplió su promesa.
Esto es lo que había anotado en su cuaderno.

Capítulo I
Tenía entonces dieciséis años. Era el verano de 1833.
Vivía con mis padres en Moscú; ellos tenían al- quilada una dacha en Kaluzhskaya Zastava frente al parque Nescuchnoye. Estaba preparándome para ingresar en la Universidad, pero estudiaba poco, sin hacer el menor esfuerzo.
Nadie ponía trabas a mi libertad. Hacía lo que me venía en gana, sobre todo cuando se fue mi tu- tor francés, que nunca pudo hacerse a la idea de que había caído «como una bomba» (comme une bombe) en Rusia y se pasaba la vida tumbado en la cama con cara de mal humor. Mi padre me trataba con una mezcla de indiferencia y cariño. Mi madre apenas me hacía caso, a pesar de ser su único hijo, pues otras preocupaciones acaparaban su atención.
[...]

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