Me complace leerla.
¡Cuantas torpezas!
El caballero de las botas azules.
Rosalía de Castro
Una hermosa fuente murmuraba entre el musgo, el sol de la mañana, alegre
como la juventud, venía a reflejar sus rayos sobre las aguas que jugaban
con ellos formando mil visos de colores, y la brisa, el rocío, el grato
silencio y el cielo, mudo testigo de lo que pasa en la tierra, todo convidaba en torno a hablar de cosas íntimas y secretas.
-¡Oh, señora! -repuso aquél acercando la rosa a los labios para aspirar su
aroma-; todo el poder de los hombres no sería capaz de impedir que esta
flor se marchite.
Y mudando de tono añadió con una familiaridad desconocida en él:
-Ahora, Casimira, seamos personas formales, abandonemos las palabras
inútiles y, al revés de lo que hacen las gentes que se dicen castas y
modestas, sin que dejemos de serlo discutamos sobre lo que es casi siempre
indiscutible entre dos corazones simpáticos.
-¿No fuera mejor obrar en esto como la experiencia ordena? Seguir un
camino opuesto al de los demás es siempre peligroso y pudiera acontecer...
-No lo dudo... pudieran acontecer muchas cosas... mas... yo amo los
escollos, y, lo que es aún peor, voy a su encuentro...
-Discutamos, discutamos pues.
-Discutamos... ¿Usted ama?
Suspensa quedó Casimira al oír estas palabras, mas no tardó en decirle a su vez al duque.
-¿Y usted ama?
-Las esclavas no preguntan.
-¡Oh!, eso es demasiado... ¿El caballero de las botas azules será realmente un tirano?
Por única respuesta el duque sacó de una cartera el billete que ella le había escrito y, después de haber leído en voz alta, añadió fijando en
Casimira una mirada extraña que la llenó de turbación:
-¿Rectificamos? De una vez para siempre...
-Indigno fuera que desmintiese mi labio lo que mi mano ha escrito.
-Pues bien -repuso el duque sin apartar de ella los ojos-: desde hoy,
Casimira es mi esclava, y porque yo lo deseo hará mi voluntad y me
obedecerá ciegamente como hoja que desprendida del árbol va a donde la
llevan los vientos.
Mientras el duque decía estas palabras tenía su mirada una expresión
amargamente irónica que una galante sonrisa podía apenas dulcificar.
Casimira, la mujer valerosa, no pudo menos de pasar una mano por la frente
y cerrar los ojos para preguntarse qué clase de abismo se estaba abriendo
a sus pies. Para ella, rica, hermosa y despreocupada, ¿podía existir alguno en el terreno en que se había colocado?, ¿no eran éstos patrimonio
exclusivo de las mujeres pobres, débiles y susceptibles de vanas aprensiones?
Y, sin embargo, un vago temor acababa de despertarse en su corazón, pero
ya no había remedio. Además de que deseaba con mayor ardor conocer a fondo
la misteriosa existencia del duque de la Gloria, una mujer que se había dicho de espíritu fuerte no podía retroceder en el escabroso y difícil camino que había emprendido. Era preciso que pusiese a prueba el valor de
que sabía hacer alarde.
«En el terreno de la amistad -pensó locamente-, puedo ir tan lejos como
imposible me fuera dar un solo paso en una cuestión de amor. Pues bien, le
probaré a este duende desdeñoso que soy capaz de ponerme a su nivel en lo
absurdo, en lo calificable..., quiero hacerme así dueña de sus secretos...
¡adelante pues!». Y tomando su partido dijo:
-Muy bien, señor mío; todas las exigencias humanas llegan a un punto del
cual no se puede pasar; allí me detendré y allí tendrá que detenerse mi
dueño.
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