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31 mar 2013

Pensar Europa. Pensar en la Europa que estamos creando todos.


Los domingos me dedico a leer y pensar en Europa.

Hoy, recomiendo la lectura del historiador polaco Bronislaw Geremek, catedrático de civilización europea del Colegio de Europa, Varsovia.

Para los que no obtengan ánimos en el buscar y luego leer, reproduzco aquí el comenzar de esta reflexiva pieza.


Se atribuye a Jean Monnet aquella célebre frase que dice que, si hubiera que rehacer Europa, se debería empezar por la cultura. Sabemos muy bien que nunca pudo pronunciar tales palabras, ya que quien fuera el gran inspirador de la idea europea sabía muy bien que, en ese caso, Europa se precipitaría hacia el fracaso. Otros dicen que se tendría que haber empezado por la política. Pero también entonces el fracaso ha bría sido inevitable. Al final, la integración europea tuvo que comenzar por la economía, pero su futuro depende ahora del éxito de los esfuerzos emprendidos por la Unión Europea para dotarse de una dimensión política. En este momento es cuando se plantea un desafío que se podría calificar de cultural, si bien va más allá del ámbito de los patrimonios y las políticas culturales. En efecto, dicho desafío tiene que ver con este gran interrogante: «¿De dónde venimos? ¿Dónde estamos? ¿Adónde vamos?»

Pensar Europa en términos de unidad política supone plantear la cuestión de sus valores, su memoria y sus tradiciones; analizar los fundamentos de la voluntad de convivir de sus ciudadanos. Los desafíos a los que se enfrenta Europa en el umbral del siglo XXI exigen un cambio profundo en el dis- curso europeo. Debemos abandonar el lenguaje de los contables y decidirnos a recuperar el de la comu- nicación cotidiana; es decir, saber lo que es bueno o malo, bello o feo, exacto o falso. En el momento crucial que vive hoy la Unión Europea, no sólo hay que intentar definir de nuevo las instituciones comunitarias, sino que también debemos crear el sentimiento de pertenencia a una comunidad.

Los trabajos constitucionales que se han lle- vado a cabo en la práctica legislativa de la Unión Europea –pienso tanto en los tratados europeos como en la Carta de Derechos Fundamentales y la Constitución Europea– reflejan las sucesivas concienciaciones del pasado, el afianzamiento del sentimiento comunitario y de «la Europa cada vez más unida». Pero la ampliación hacia el Este, que ilustra el fin de la Guerra Fría y de la división de Europa en dos bloques, es lo que convierte en realidad la idea de la unificación de Europa. La Convención sobre el Futuro de Europa, creada por la Declaración de Laeken y dirigida con admirable habilidad por Valéry Giscard d’Estaing, se inscri- be en esa perspectiva de la unificación europea. Su importancia se mide no sólo por su resultado inmediato –la Constitución–, sino también por su impacto en la opinión pública europea y el impulso que dio a lo que constituye el mayor debate euro- peo. Aquí es donde se puede ver –y no en la oleada pacifista contra la guerra de Irak– la gestación de un verdadero espacio público europeo. El futuro de la Unión Europea depende, a buen seguro, de las reformas institucionales que van a emprenderse, pero depende también y ante todo del debate sobre el contenido de la idea europea.

Diversidad y sentimiento común.

El debate sobre la «unión» debe ir acompañado, en la actualidad, de un debate sobre la «comunidad». Vemos que esta discusión se inició en los trabajos de la convención –presidida por Roman Herzog en el año 2000– sobre la Carta de Derechos Funda- mentales. Por desgracia, pese a haber permanecido expuesto en los centros públicos, este documento apenas incidió en la opinión pública. La Convención sobre el Futuro de Europa sólo se interesó por este debate de un modo muy marginal, con motivo de la redacción del preámbulo de la Constitución. Pero no deberíamos limitarnos a deplorar las ocasiones perdidas.

El avance de la integración europea exige, en la actualidad, superar los egoísmos nacionales que in- tervienen en el juego intergubernamental, así como apelar a un sentimiento de pertenencia colectiva que vaya más allá del sentimiento nacional. La fórmula de federación de los estados-nación describe bien el carácter actual de la Unión Europea y se mantiene fiel a lo que es –y, en mi opinión, seguirá siendo– la riqueza de Europa: la diversidad de culturas nacionales. En cambio, los egoísmos nacionales, continuamente presentes en la rutina de los mercadeos de las «cumbres» de la UE y en las negociaciones intergubernamentales, son la desgracia de Europa. Recuperando aquella fórmula del Risorgimento, época de la formación de la unidad italiana, «hemos hecho Italia; ahora tenemos que hacer a los italianos», podríamos decir que si a partir de este momento tenemos Europa, ahora debemos hacer a los europeos. En otras palabras, necesitamos pensar Europa como comunidad.

Debemos decir, en primer lugar, que esto no es tan sencillo. La historia del sentimiento nacional nos enseña lo difícil y conflictivo que fue el proceso de concienciación nacional, aunque se basaba en el sentimiento de un destino común y en los «lugares de la memoria», en una lengua y cultura comunes. El vínculo comunitario es el resultado de una larga acumulación de experiencias y conocimientos, toda una construcción mitológica e histórica que le da un carácter orgánico. No es en absoluto comparable al vínculo europeo, que parece ser el resultado de una elección deliberada más que de una evolución orgánica. Desde el momento en que se abordan los problemas de la psicología colectiva, las actitudes y sentimientos, los proyectos de futuro y las opciones de cultura (o de civilización), nos vemos inevita- blemente abocados a referirnos a la historia, por una parte, y a los valores –es decir, a la axiología–, por otra.

Tres momentos: el Imperio, la Iglesia medieval y la República de las Letras
Podemos captar el sentimiento de pertenencia o identidad europea a través de distintas experiencias. En primer lugar, en la trama de la historia europea hay varias tentativas de unificación imperial que se caracterizan, todas ellas, por el respeto a las diferencias étnicas y a las soberanías particulares en el interior del imperio. El viejo principio medieval según el cual el rey es emperador en su reino se puede entender como la expresión de ese respeto: bastaba con aceptar la unidad del imperio y el poder del emperador para disfrutar de la propia libertad como individuo. No obstante, los matices que diferencian las distintas políticas imperiales son inmensos. Para Carlomagno, la cristianización de los sajones era una condición necesaria para la sumisión de éstos a su poder; los otomanos, al tomar posesión del Imperio Bizantino, sólo exigían a los pueblos sometidos impuestos y tributos, pero no el abandono de su fe. Carlos V, en cuyo imperio «jamás se ponía el sol», apoyó fervientemente la religión católica, pero se vio obligado a aceptar las rupturas confesionales. Napoleón, por su parte, autorizaba todas las religiones –con la religión de la libertad en la mente–, así como todas las naciones –con la Gran Nación en la mente–, pero esperaba de ellas una sumisión total al poder imperial. Los imperios se definían no sólo como un poder superior, sino también –o en primer lugar– como eso que los ale- manes llaman el Rechtsordnung, es decir, un orden jurídico. El Imperio Germánico imponía, durante la Edad Media, un marco jurídico en el que las mo- narquías y los principados de la época encontraban un espacio para la coexistencia, así como unas nor mas de gestión. El Código Civil que los soldados de Napoleón introdujeron en toda Europa a punta de bayoneta –y que, en países como Polonia, ha dejado hasta día de hoy una huella duradera, visible en el derecho de la propiedad y en los contratos– era susceptible de ser aplicado en entornos políticos y culturales muy diversos. Esos «órdenes jurídicos» no instituían comunidades de valores. En cambio, garantizaban a las autoridades y los ciudadanos la preservación de sus derechos independientemente de la comunidad de valores a la que pertenecían, o incluso de los valores fundamentales que preconizaban. Su única obligación era obedecer las leyes. Podríamos limitar la ambición de la Unión Europea a esa experiencia de unificación imperial y concluir con el filósofo alemán Robert Spaemann: «La Europa del futuro no podrá llegar a ser una comunidad de derecho, en la que todos los ciudadanos de los países de tradición europea encuentren un techo común, mientras no consiga que las comunidades que comparten juicios de valores comunes lleven una existencia segura, y mientras no se niegue a ser una comunidad de valores.»
Ahora bien, el término comunidad no me parece adecuado para calificar esos momentos imperiales de la historia de Europa. En el orden jurídico, en el que la imposición prevalece sobre la participación, el ciudadano se ve sometido a las obligaciones impuestas y los derechos concedidos. Me resulta difícil ver en ese modelo una realización de la «finalidad» de la Unión Europea, o ni siquiera una referencia de cualquier tipo para la actual unificación europea.
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