Juan Ramón Jiménez
Amar a Zenobia Camprubi
Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre a donde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, le hago rabiar... El comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Hoy me siento tranquilo. Cierro la puerta y doy el ¡buen día! a mis amigas Lucí y Lughnach.
¡Adiós!.
Sé que me esperarán.
Me voy tranquilo.
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