El último servicio de un Gran Rey
Pedro González Trevijano
ABC, 8 de Junio
Los españoles asistimos, primero con la comprensible expectación creada con la comparecencia del presidente del Gobierno y después, con profunda emoción, a la comunicación por Don Juan Carlos de su decisión de abdicar en el Príncipe de Asturias. Se cierra así una de las páginas más brillantes de la moderna historia de España, al tiempo que se abre otra, sin solución de continuidad, con la aspiración de proseguir, con las transformaciones que los tiempos imponen, la senda de estabilidad, modernización y desarrollo de hace treinta y nueve años. ¡Los años del reinado del actual Rey de España! Se emprendían así con normalidad las previsiones sucesorias establecidas en la Constitución de 1978. Un proceso que culminará con el juramento y la proclamación del Príncipe de Asturias como Rey de España, inaugurando el reinado de Felipe VI. Pues bien, me gustaría detenerme en los aspectos más relevantes del proceso, no vaya a ser que los árboles no nos dejen ver el bosque.
Primero. La decisión libérrima de Don Juan Carlos de abdicar. Un acto unilateral, personalísimo e intransferible, donde no cabe participación simultánea ni intromisión por parte de los demás poderes del Estado. Así es, y así ha sido. Otra cosa es que en una monarquía parlamentaria las Cortes Generales, como representantes del pueblo español, tomen nota, conozcan, constaten, respalden e incorporen al ordenamiento constitucional la naturaleza voluntaria y libre de la abdicación. Lo que se hará, según la constitución, por una ley orgánica.
Segundo. Las Cortes Generales y el Gobierno satisfacen lo señalado en la Constitución: "las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica" (artículo 57.5). Se podrá discutir la necesidad de haber regulado con anterioridad, en una ley orgánica general, los aspectos relativos a toda abdicación o renuncia, pero, no habiéndose hecho, ninguna tacha de inconstitucionalidad o ilegalidad puede oponerse a lo hoy realizado. Agua pasada, dice nuestro refranero, no mueve molino. Como también se puede argumentar que, el carácter personal de la abdicación, no hubiera hecho falta la aprobación de una ley orgánica, restringida a los supuestos en que pudiera haber dudas sobre la sucesión. Hubiera bastado, pues, su comunicación a las Cortes. Sea como fuere, la opción no es inconstitucional, mientras que dota al proceso sucesorio de la especial significación y solemnidad que brinda una ley orgánica, que requiere para su aprobación por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Un respaldo que alcanzará presumiblemente al noventa por ciento de la Cámara.
Tercero. El acierto de reducir los plazos de un proceso que no van a superar parlamentariamente las tres semanas, dada la tramitación de la ley por el procedimiento de urgencia. Un ejercicio de diligencia y sentido común. De esta manera se visualiza la transmisión ordenada, estable e inmediata, conjugando tradición y renovación, del poder político en la Jefatura del Estado.
Cuarto. Aprobada la ley, que habrá de ser sancionada por Don Juan Carlos, en su último acto como Rey, y tras su publicación y entrada en vigor, Don Felipe se convertirá sutomaticamente en Rey de España. Ni su juramento ante las Cortes Generales en sesión conjunta, que lo que hace es dotarle de la potestad de ejercer sus funciones regias, ni su solemne proclamación conferirán a Don Felipe su condición de Rey. Por ello habrá de darse la mayor simultaneidad al acto de la publicación y la entrada en vigor de la ley. De nuevo, se han escuchado críticas a la no aprobación todavía de la normativa reguladora de las competencias no legislativas que el Título II de la Constitución atribuye a las Cortes (Artículo 74. 1). Una norma, de haberse aprobado, que habría fijado, previamente y con generalidad, el procedimiento, el protocolo la ceremonia de proclamación y, lo que es más destacado, la fórmula del juramento. Pero la laguna existente, aún siendo reprobable, no presenta insalvables disfunciones.
Quinto. El Gobierno debe regular inmediatamente el estatus del hasta ahora Rey. En él habrán de recogerse dos extremos: de un lado, el tratamiento que recibirá Don Juan Carlos, ya sea manteniendo el título de Rey u otra forma, con la dignidad de Alteza Real, y su posición en el protocolo del Estado. Recuerden, por ejemplo, la denominación de su padre como Conde de Barcelona; y de otro, el lógico mantenimiento de su inmunidad, de su irresponsabilidad jurídica. Una inviolabilidad que que se extiende a todos los actos realizados hasta ahora por Don Juan Carlos. Lo primero puede hacerse por decreto. Lo segundo, no existiendo una ley orgánica general reguladora de la materia, ni habiéndose plasmado en la ley orgánica en tramitación, habrá de hacerse en una nueva ley o recogerse, con su paralelo aforamiento, ante el Tribunal Supremo, quizás en la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Pero no quiero convertir estas reflexiones en un aséptico catecismo constitucional sobre la sucesión. Ni quiero, ni puedo ni debo. Este es un momento para reivindicar la figura de uno de los grandes Reyes de la Historia de España. Un Rey que quiso, y lo fue, de todos los españoles. Un Rey que auspició la reconciliación nacional y el cierre de las fratricidas heridas de la Guerra Civil, que devolvió la soberanía al pueblo español, que impulsó la Transición política y la elaboración de la Constitución de 1978. Un Rey que restableció el orden constitucional tras el frustrado golpe de Estado de 1981. Un Rey, en tanto que nuestro mejor embajador, que impulsó la incorporación a Europa y las relaciones con Iberoamérica. Un Rey que aglutinó las tres legitimidades de Max Weber: la tradicional, la racional normativa y la carismática. Un Rey generoso, como explicita su abdicación, haciendo normal lo excepcional, convencido, como Jefferson, de que las nuevas generaciones han de tomar el relevo. Y que, como Washington con su esposa Marta Dandrige, tuvo a su lado la mejor compañera: la Reina Doña Sofía. ¡Gracias, Señor!
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