Si no hay "coraje" para superar las "concertinas" del Cielo, no superáremos nuestras limitaciones. Hemos visto que nuestro planeta era de color azul, cuando superamos las concertinas de la atmósfera en la que está inmerso y, con ello, nosotros también lo estamos.
¿Cómo sería hoy el "mundo de los hominidos bípedos con braceo" si los inmigrantes hacia el Cielo no hubieran rasgado sus vidas con las concertinas?
Hoy, estamos en el monte Gurugú y no dejamos pasar a Europa a quienes van hacer posible que siga el proceso evolutivo iniciado en las tierras de África.
Nosotros, aquellos que cohabitamos la "caverna" platónica que nombramos como Europa. Hemos de subirnos a sus paredes para ver que la "realidad", que la evolución, que el "progreso", o "adaptación al Medio" está en el monte Gurugú.
Ah, por cierto, ¿alguien sabe que significa "África"?
“El aire era nuestro elemento, el cielo nuestro campo de batalla”, escribió el piloto de la I Guerra Mundial más dotado para la literatura, Cecil Lewis, autor del mejor libro de experiencias bélicas aéreas de la contienda,Sagittarius Rising (1936). “La majestad de los cielos, a la vez que nos empequeñecía, nos otorgaba, creo, una dimensión espiritual desconocida para los hombres que luchaban en tierra. La nobleza nos rodeaba. Nos movíamos como espíritus en un aireado telar en el que el viento, las nubes y la luz tejían a lo largo del día y de la noche el infinito tapiz del cielo cambiante”.
Es difícil conciliar esas hermosas imágenes del aviador británico (al que Bernard Shaw calificó de “príncipe de los pilotos”) y que por cierto fue seguidor de Gurdjieff, con la cruda realidad de la guerra aérea, en la que muchos de sus colegas –como el as Mick Mannock- portaban pistolas para acelerar su propio final cuando su avión se desplomaba del firmamento convertido en una antorcha humeante. El teniente alemán Hans Schröder, describió así el final de un enemigo derribado junto a su aeródromo: “El avión estalló en llamas, el petróleo ardiendo consumió ávidamente al infeliz piloto, cuya cara quedó carbonizada, los pantalones se quemaron por encima de los muslos y la carne asada se desprendió a trozos en medio de aquel infierno”. En el relato del testigo (recogido enOn a wing and a prayer, de Joshua Levine, 2008), los servicios de socorro lanzan agua sobre el aviador, que, curiosamente, ha quedado intacto de rodillas para abajo. Luego, el ordenanza de Schröder le lleva las botas del desgraciado (que evidentemente ya no va a necesitar su propietario), un calzado magnífico. Pero el alemán declina usarlas: “Desprendían un olor insoportable a beicon quemado”.
De todas las horrendas muertes aéreas de esa guerra, yo no puedo sin embargo dejar de pensar en la del as Raoul Lufbery, que al incendiarse su aeroplano Nieuport ametrallado por un Fokker, se arrastró fuera de la carlinga hasta la cola del aparato y se arrojó finalmente al vacío para no quemarse vivo yendo a caer sobre una valla en la que quedó, ¡Jesús!, empalado. Durante bastante tiempo fue objeto de debate en el bar de los pilotos si hubiera hecho mejor quedándose en el avión.
Si la vida de los aviadores era arriesgada y solía acabar mal (Pierre Loti describió el triste espectáculo de los aeroplanos austriacos estrellados como grandes falenas muertas y medio devoradas por las hormigas), peor era la de los humildes tripulantes de globos, cuyo valor y memoria vamos a reivindicar en esta entrega.
En general, nuestra imagen de la aviación de la I Guerra Mundial se mueve entre el lirismo del vuelo, con la visión idealizada y romántica del combate caballeroso en el cielo entre Albatros, Sopwith Camel, Fokker triplanos, Nieuports y Spads (¡ay, cuántas películas!), y el espanto de lo que ocurría en realidad. Cuesta librarse del cliché de que aquella, la del aire, era una guerra individual, limpia y pura en comparación con la matanza que se desarrollaba abajo, en la suciedad verminosa en la que los hombres morían a millares para conquistar la siguiente línea de trincheras, a unos pocos pero inalcanzables metros. Historiadores como Max Hastings –tan desmitificador- han dejado claro que la guerra aérea fue tan salvaje como la terrestre -a finales de 1916 la fuerza aérea británica perdía el 25% de sus pilotos al mes y las probabilidades de morir de un aviador eran superiores a las de un oficial de infantería- y que los ases, pese a ser convertidos en personajes glamurosos por la propaganda y el público, fueron en su mayoría desconsiderados y arrogantes depredadores. “La característica común de los ases no es que fueran hábiles pilotos sino que eran asesinos”, apunta en su retrato del as de ases estadounidense Edward Rickenbacker (Warriors, 2005), un tipo curioso que fue antes campeón de automovilismo y que creía en la superstición suiza de que daba buena suerte atarse en un dedo el corazón de un murciélago; la tuvo: fue de los pocos que sobrevivieron a la guerra.
Señala el historiador que muchos ases entraban en la categoría de “impulsivos, paranoides y psicópatas”. La naturaleza de la guerra en el aire “reclamaba de sus practicantes más exitosos un compromiso personal con tomar vidas que en la guerra moderna es compartido solo por los francotiradores”. Se trataba básicamente de colocarse detrás del avión enemigo y dispararle al piloto por la espalda, a ser posible mientras estaba desprevenido, matándole. “Era un asunto desagradable y brutal y pocos ases resultan simpáticos, por mucha admiración que despierten” (a Hastings en cambio le cae bien el caballeroso –él sí- capitán Von Müller del corsario Emden, que ya ha navegado por estas páginas).
Manfred Von Richthofen, el célebre Barón Rojo, el aviador más conocido, a cuya sombra se desarrolla toda la aventura aérea de la I Guerra Mundial, es el ejemplo perfecto de cazador despiadado (¡nuestro Flying Circus siempre será el de Monty Python y no las pintadas escuadrillas del barón!). Los ases se obsesionaban con el número de derribos –lo que les granjeaba fama y honores- y contaba más engrosar la lista que la caballerosidad. La cuenta personal de Richthofen (80 víctimas) está hinchada con pilotos sin experiencia y aparatos muy inferiores a los suyos (véase la lista completa y detallada en el revelador Under the guns of the Red Baron, 2007).
Más allá o más acá del Barón Rojo y los otros famosos grandes ases, Immelmann, Boelcke, Guynemer, Fonck, Ball, Bishop, Mannock (“Gentlemen, always above; seldom on the same level; never underneath”), o el elegante Arthur Percival Rhys Davids, que pasó prácticamente de Eton a derribar alemanes (¡dos ases el mismo día!), llevaba un volumen de Blake en su avión y lo mataron a los veinte años, la I Guerra Mundial está llena de aviadores mucho menos conocidos pero que tienen historias muy interesantes. Ahí están por ejemplo Eugene Bullard, el primer piloto de combate negro (y medio piel roja: su madre era una creek), que volaba con un mono (Jimmy), se ganó el sobrenombre de La golondrina negra de la muerte, fue amigo de Louis Armstrong y acabó de ascensorista en el Rockefeller Center; Otto Kissenberth, el piloto que decoraba su Albatros con una edelweiss -como el del estupendo comic de Yann y Hugault (Norma, 2014)-, uno de los pocos que llevaba gafas y que consiguió una de sus 20 victorias ¡a los mandos de un Sopwith Camel capturado!; el extravagante aristócrata Alexander P. (de Prokofiev) de Seversky, aviador naval ruso que volaba con una pierna amputada y luego se rompió la otra (no sin derribar a media docena de alemanes), abrió un restaurante en Manhattan y fue uno de los teóricos de la doctrina estadounidense del poder aéreo; o el insólito piloto griego Aristides Moraitinis, que, con su mostacho, parece sacado de una novela de aventuras o de las viñetas de Tintín; a los mandos de su bonito hidroavión Farman (¡como mi abuelo!) atacó a la flota turca, logró nueve derribos y finalmente tuvo un destino a la altura de su orgullosa estampa al estrellarse en una tormenta y aparecer su cuerpo cerca de la cima del Monte Olimpo. Tengo un flaco por la Brigada Palestina, la unidad aérea británica que luchó contra los turcos en el desierto, junto a Lawrence de Arabia: el teniente Ridley y su mecánico muertos de sed tras un aterrizaje forzoso en las arenas, la tripulación del Handley Page que bombardeó Deraa (¡chúpate esa bey!), o el teniente McNamara que aterrizó para rescatar a un camarada derribado y despegó perseguido por la caballería turca, ganando la Cruz Victoria.
Pero probablemente no hay experiencia tan intensa como la de otros singulares soldados que combatieron en el aire con mucho menos pedigrí y que sin embargo me parecen el epítome del valor en la I Guerra Mundial. Y además no mataron a nadie. Se trata de los tripulantes de globos. Tripulantes es un eufemismo porque en realidad no tripulaban nada. Se limitaban a ascender en globos cautivos para actuar como observadores del campo de batalla, dirigir el fuego de artillería o conseguir información sobre las posiciones y movimientos del enemigo. Mucho menos conocido, glamuroso y ni te digo valorado que el de los aviadores, su trabajo fue importantísimo en la contienda. Era una misión muy arriesgada. Resultaban un blanco perfecto para las fuerzas enemigas, especialmente los aviones, y de hecho algunos pilotos de los dos bandos –como el belga Willy Coppens, que se cargó 35- se convirtieron en especialistas en derribar globos, que contabilizaban como los aeroplanos a efectos de victorias aéreas. No era, tumbarlos, una tarea exenta de riesgos: como se usaban balas incendiarias (prohibidas para el combate con otros aviones) te podía alcanzar la tremenda deflagración del globo.
La tradición de los globos de observación es antigua y se remonta a las guerras de la Francia revolucionaria: en Fleurus (1794) el globo L’Entreprenant tuvo un papel importante. La Unión y los Confederados los emplearon profusamente en la Guerra Civil. El profesor Thaddeus Lowe –trasunto real del julesverniano Cyrus Smith de La isla misteriosa- fue el Jefe Aeronauta del Cuerpo de Globos del Ejército de la Unión (he ahí un cargo), y tuvo interesantes conversaciones con el jovencito Von Zeppelin, a la sazón de paso por la guerra norteamericana. También se usaron en las guerras contra el Mahdi y los bóers pero su despliegue masivo tuvo lugar en la I Guerra Mundial, por parte de ambos bandos.
Había que tener arrestos para servir en globos. Te metías en la frágil cesta, subían el artefacto, enganchado a un cable, y te quedabas allí arriba, indefenso, bamboleándote suspendido en medio del cielo como un blanco de tiro de feria. Estaba prohibido fumar. “La situación del observador en su canasta era toda una definición de vulnerabilidad”, reflexiona el historiador Peter Hart en Aces falling (2007), donde dedica intensas páginas a los globos. Curiosamente muchos de los globonautas tenían alguna mutilación. En realidad no hacía falta estar muy en forma para esa misión, solo poseer mucho valor. “Tenías un extraordinario sentimiento de inseguridad”, resumió muy británicamente el teniente Behrend, que vio como una escuadrilla alemana derribaba cuatro globos a su alrededor dejando en el cielo solo el suyo por falta de municiones. Todo el mundo le tenía ganas a los globos, que, conectados por una línea telefónica, eran los ojos de la temida artillería. Para algunos aviadores, como el alocado as estadounidense Frank Luke, que abatió tres en su última y legendaria salida antes de enfrentarse a diez Fokkers y morir en un tiroteo con soldados alemanes tras aterrizar su aeroplano averiado, la propia existencia de los globos ocupando el cielo era algo así como un ultraje personal.
Ante un ataque de la aviación, los servicios de tierra protegían al globo con fuego antiaéreo o lo bajaban todo lo rápido posible. El infeliz ocupante tenía la posibilidad de encaramarse a la cesta y saltar con un rudimentario paracaídas que iba enganchado a un arnés. Pero el globo incendiado solía deslomársete encima. Además, los pilotos enemigos tiraban abiertamente sobre el pobre tipo: un observador experimentado era más difícil de reemplazar que el globo.
Entre los corajudos observadores de globos destaca el teniente de la reserva alemán Peter Rieper, el único de ellos que ganó la más preciada condecoración prusiana, la medalla Pour le Mérite, el Blue Max, tan codiciada por los ases aéreos. Nacido en 1887 en Hannover, Rieper era químico y al empezar la guerra lo enviaron a artillería. Fue herido y pidió el traslado a globos, donde pensaba que su experiencia artillera podría ser útil. Pasó horas muy intensas, como puede imaginarse, en el Ballonzug 19, su unidad. En una ocasión, colgado a 1.300 metros, fue atacado por dos cazas y al incendiarse su globo decidió saltar pero al hacerlo vio que las correas del paracaídas estaban enredadas así que se agarró a la cesta, volvió a trepar y las desenredó, en medio del fuego que consumía el ingenio que se desplomaba. En 1916, durante otro ataque de cuatro aeroplanos, Rieper se defendió intrépidamente disparando desde la cesta con un Máuser, y le salvó la llegada providencial del as Max Immelmann. En 1918, fuego de ametralladoras alcanzó su globo y le hirió en la espalda; consiguió saltar pero hubo que amputarle el brazo derecho. Declarado inútil para el servicio activo, sobrevivió a la guerra, aunque se desconoce la fecha y la causa de su muerte. Es bonito pensar que ese hombre valiente sigue allá arriba columpiándose audazmente en las resplandecientes alambradas del cielo.
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