PROLOGO
Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con
gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, para que por tu
obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente
desobediencia. A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que seas, si es que te
has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas
armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor.
Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy
insistente y apremiante que él la lleve a término, 5ara que, por haberse dignado contarnos
ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones.
Porque, efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la
obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo no llegue a
desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus hijos, sino que ni como
señor temible, encolerizado por nuestras maldades, nos entregue al castigo eterno por ser
unos siervos miserables empeñados en no seguirle a su gloria.
Levantémonos, pues, de una vez; que la Escritura nos espabila, diciendo: «Ya es hora
de despertamos del sueño». y, abriendo nuestros ojos a la luz de Dios, escuchemos
atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama: «Si hoy escucháis su voz,
no endurezcáis vuestros corazones». y también: «Quien tenga oídos, oiga lo que dice el
Espíritu a las Iglesias». ¿Y qué es lo que dice? «Venid, hijos; escuchadme; os instruiré en
el temor del Señor». «Daos prisa mientras tenéis aún la luz de la vida, antes que os
sorprendan las tinieblas de la muerte».
Y, buscándose el Señor un obrero entre la multitud a laque lanza su grito de
llamamiento, vuelve a decir: «¿Hay alguien que quiera vivir y desee pasar días
prósperos?» Si tú, al oírle, le respondes: «Yo», otra vez te dice Dios: Si quieres gozar
de una vida verdadera y perpetua, «guarda tu lengua del mal; tus labios, de la falsedad; obra
el bien, busca la paz y corre tras ella». Y, cuando cumpláis todo esto, tendré mis ojos
fijos sobre vosotros, mis oídos atenderán a vuestras súplicas y antes de que me interroguéis
os diré yo: «Aquí estoy». Hermanos amadísimos, ¿puede haber algo más dulce para
nosotros que esta voz del Señor, que nos invita? Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos
indica el camino de la vida. Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia
de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que
merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino.
Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca
podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas obras. Pero
preguntemos al Señor como el profeta, diciéndole: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu
tienda y descansar en tu monte santo?» Escuchemos, hermanos, lo que el Señor nos
responde a esta pregunta y cómo nos muestra el camino hacia esta morada, diciéndonos: «Aquél que anda sin pecado y practica la justicia; el que habla con sinceridad en su
corazón y no engaña con su lengua; el que no le hace mal a su prójimo ni presta oídos a
infamias contra su semejante». Aquel que, cuando el malo, que es el diablo, le sugiere
alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su sugerencia lejos de su corazón, «los
reduce a la nada», y, agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo. Los que así
proceden son los temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de
su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí mismos, sino por el Señor, proclaman su grandeza, diciendo lo mismo que el profeta: «No a
nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria», al igual que el apóstol Pablo,
quien tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando decía: «Por la
gracia de Dios soy lo que soy». Y también afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que
presuma del Señor». Por eso dice el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha
estas palabras mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su casa
sobre la roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la
casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca».
Al terminar sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras
obras a sus santas exhortaciones. Pues para eso se nos conceden como tregua los días de
nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, según nos dice el Apóstol: «¿No te
das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a la penitencia?» Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable benignidad: «No quiero la muerte del
pecador, sino que cambie de conducta y viva». Hemos preguntado al Señor, hermanos,
quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las
condiciones para poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su
casa. Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en
el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. Y como esto no es posible para nuestra
naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su
gracia. Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, mientras
todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas
estas a cosas a luz de la vida, ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica
lo que en la eternidad redundará en nuestro bien.
Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.
I . LAS CLASES DE MONJES
Como todos sabemos, existen cuatro géneros de monjes. El primero es el de los cenobitas, es decir, los que viven en un monasterio y sirven bajo una regla y un abad. El segundo género es el de los anacoretas, o, dicho de otro modo, el de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, y, bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto, se encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno, porque se bastan
con el auxilio de Dios para combatir, sólo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos. El tercer género de monjes, y pésimo por cierto, es el de los sarabaítas. Estos se caracterizan, según nos lo enseña la experiencia, por no haber sido probados como el oro en el crisol, por regla alguna, pues, al contrario, se han quedado blandos como el plomo.
Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.
I . LAS CLASES DE MONJES
Como todos sabemos, existen cuatro géneros de monjes. El primero es el de los cenobitas, es decir, los que viven en un monasterio y sirven bajo una regla y un abad. El segundo género es el de los anacoretas, o, dicho de otro modo, el de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, y, bien formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto, se encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno, porque se bastan
con el auxilio de Dios para combatir, sólo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos. El tercer género de monjes, y pésimo por cierto, es el de los sarabaítas. Estos se caracterizan, según nos lo enseña la experiencia, por no haber sido probados como el oro en el crisol, por regla alguna, pues, al contrario, se han quedado blandos como el plomo.
Dada su manera de proceder, siguen todavía fieles al espíritu del mundo, y manifiestan
claramente que con su tonsura están mintiendo a Dios. Se agrupan de dos en dos o de tres
en tres, y a veces viven solos, encerrándose sin pastor no en los apriscos del Señor, sino en
los propios, porque toda su ley se reduce a satisfacer sus deseos. Cuanto ellos piensan o
deciden, lo creen santo, y aquello que no les agrada, lo consideran ilícito.
El cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera se la pasan viajando por diversos países, hospedándose durante tres o cuatro días en los monasterios. Siempre errantes y nunca estables, se limitan a servir a sus propias voluntades y a los deleites de la gula; son peores en todo que los sarabaítas.
Será mucho mejor callamos y no hablar de la miserable vida que llevan todos éstos. Haciendo, pues, caso omiso de ellos, pongámonos con la ayuda del Señor a organizar la vida del muy firme género de monjes que es el de los cenobitas.
El cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera se la pasan viajando por diversos países, hospedándose durante tres o cuatro días en los monasterios. Siempre errantes y nunca estables, se limitan a servir a sus propias voluntades y a los deleites de la gula; son peores en todo que los sarabaítas.
Será mucho mejor callamos y no hablar de la miserable vida que llevan todos éstos. Haciendo, pues, caso omiso de ellos, pongámonos con la ayuda del Señor a organizar la vida del muy firme género de monjes que es el de los cenobitas.
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