La caballería australiana galopa hacia la gloria
La gran carga de la brigada ligera contra los turcos en Beersheba en 1917 fue una de las últimas de la historia
Empuñando las bayonetas, porque carecían de sables o lanzas, los jóvenes jinetes antípodas tocados con sombreros en los que se cimbreaba al viento una pluma de emú, se lanzaron inesperadamente a la carga contra los cañones, ametralladoras y fusiles turcos atrincherados ante los viejos pozos de Abraham. Sedienta de agua y ebria de coraje, lanzando alaridos, la caballería ligera australiana escribió con sangre, sudor y reaños en la arena de Palestina una de las páginas más legendarias de la Primera Guerra Mundial: era el 31 de octubre de 1917 y caía la tarde en Beersheba. En aquel otro valle de la muerte esta vez eran 800 los que cabalgaban. Y lo hicieron con éxito.
Unas palabras generales sobre los caballos. Los caballos no fueron una excepción y lo pasaron rematadamente mal en la Gran Guerra, como testimonia entre relinchos de sufrimiento Joey, el protagonista de War horse. Empleados masivamente como animales de carga, de tiro y monturas de combate por todos los ejércitos, murieron literalmente a millones (solo Gran Bretaña perdió cerca de 500.000, véase The animal’s war, el libro de la espléndida exposición del Imperial War Museum, 2006), y para los supervivientes no hubo honrosa desmovilización y palabras de agradecimiento sino muy a menudo un piadoso balazo o el matadero (el otro, el de las bestias, porque el de los hombres, el de las trincheras y las alambradas, ya lo habían transitado abundantemente). Era muy caro devolverlos a casa. De los 136.000 caballos que Australia envío a la guerra –denominados Walers, porque se solían vender en Nueva Gales del Sur- sobrevivieron 13.000 y solo regresó uno, Sandy.
La vieja caballería de los húsares, lanceros, dragones y coraceros llegó con muchas ínfulas a la contienda (especialmente la caballería francesa, como solía desde Poitiers, pese a los resultados), acostumbrada durante siglos a ser la crême de las batallas. Los rusos alinearon innumerables y exóticos escuadrones (¡tenían 36 divisiones de caballería!), como los cosacos de Kubanski, con largos caftanes, gorros de piel, dagas y yataganes; eran gente tan ruda como sensible y del jefe de la caballería del 1º Ejército, el kan de Najicheván, se cuenta que lloraba como un niño porque las hemorroides le impedían montar. Los coraceros franceses con sus brillantes corazas y cascos con largas crines atascaban las carreteras aguardando altivos su momento de gloria. Pero las cosas de la guerra habían cambiado sustancialmente y lo iban a hacer aún más a medida que el jinete negro del apocalipsis acelerara su trote. La glamurosa caballería se dio pronto de bruces con la realidad y fue esquilmada por las ametralladoras y obligada a desmontar. Los lanceros franceses acabaron cargando a pie. En un solo día de la batalla de Verdún murieron por fuego de artillería 7.000 caballos, incluidos 97 de un solo golpe, alcanzados por el proyectil de un cañón naval francés.
En el frente oriental la caballería todavía tuvo un papel y en el occidental algunas breves y fulgurantes (y costosas) acciones, como la carga de la brigada india en Cambrai o la de los valientes canadienses (Royal Canadian Dragoons y Lord Strathcona’s Horse), incluidos algunos pieles rojas, en Moreuil Wood, donde su jefe el general Jack Seely propuso a su caballo Warrior para la Cruz Victoria con estas modestas palabras: “Fue a todas partes donde yo fui”. Pero en realidad y pese al empeño de unos pocos militares trasnochados, la Primera Guerra Mundial supuso el fin de la caballería como fuerza de primer orden. Moreuil Wood, no obstante toda su fama y la grandiosa pintura de sir Alfred Munnings de la carga del escuadrón del teniente Florwerdew (“¡It’s a charge boys, it’s a charge!”) contra las ametralladoras alemanas, fue un infierno. Solo sobrevivieron cuatro caballos. El trompeta murió ya antes de tocar la carga. Como resumió el cariacontecido sargento Watson luego al dar novedades: “Sir, the boys is all gone”. Algunos jinetes, como Manfred Von Richthofen –luego el Barón Rojo-, que empezó la guerra como ulano o el conde Lászlo Almásy, húsar en el 11 º regimiento austrohúngaro, lo tuvieron claro muy pronto y se pasaron a la aviación, que ofrecía más posibilidades de movilidad, éxito y fama. Von Richthofen, por cierto, ese hombre noble y solidario, confesaba disfrutar ametrallando desde el cielo a hombres y caballos.
En el teatro de operaciones de Oriente Medio, en parte predios de Lawrence de Arabia, una joven caballería, la caballería ligera australiana (los Diggers), disfrutó –si puede usarse la palabra- de oportunidades para el lucimiento. Habían debutado en la guerra contra los bóers y aprendido algunas lecciones de la guerra moderna. De hecho eran en realidad en buena medida infantería montada y no caballería tradicional (lo de los Blues, los Life Guards, la Household Cavalry y ni te digo el club de Picadilly les debía parecer, con perdón, una mariconada), aunque cumplían también tareas de esta, la caballería de siempre, como la exploración, la incursión y hacer de pantalla del ejército. Usualmente desmontaban para combatir y entonces uno de cada cuatro soldados permanecía fuera de la línea de fuego aguantando las riendas de su montura y las de los otros. Cubiertos con el tradicional sombrero de ala doblada (slouch hat) –llevo uno puesto para escribir esto, como fuente adicional de inspiración- eran una gente recia, fiera y orgullosa: “You’ll show those German Uhlan chaps/ the way the Bushman rides”-.
La brigada ligera australiana se acuarteló en Egipto –asombrándose de las pirámides- y de allí la enviaron, sin caballos, a luchar a Gallipoli. Para la campaña del Sinaí y Palestina, englobada en el Cuerpo Montado del Desierto, que incluía la Brigada Imperial de Camellos y jinetes neozelandeses, recuperó sus monturas. El escenario era grandioso (y bíblico) pero duro, con un porcentaje de 600 caballos y mulas enfermos a la semana (no tengo el dato de cuántos camellos: estarían más acostumbrados). Los caballos necesitaban beber 30 litros de agua al día y proporcionárselos allí no era tarea fácil. Las cosas no habían ido bien ante los turcos, que sostenían Gaza y, con mandos alemanes como el eufónico –con ese nombre tienes la mitad de la guerra ganada- Friedrich Freiherr Kress von Kressenstein (poseedor de la Pour le Mérite), luchaban bien, pero la llegada al mando del general Allenby dio nuevos bríos a la caballería. La suya en Palestina de 1917, que culminó con la entrada en Jerusalén en diciembre, fue una de las grandes campañas de tropas montadas de la historia. Varias de las cargas –Sheria, Huj (inmortalizada por Lady Butler), Irbid, Kiswe, Kaukab o la encabezada por los lanceros indios en Meggido- están consideradas “la última” de la especialidad. Pero la de Beersheba, que también, es la más legendaria.
Los rusos alinearon innumerables y exóticos escuadrones, como los cosacos de Kubanski, con largos caftanes y gorros de piel
La localidad bíblica, Beersheba o Beerseba, al pie de las colinas de Judea, en la esquina norte del Negev, era un escollo en el que se habían atrincherado importantes unidades turcas bajo el mando de Ismet Bey que sumaban 33.000 rifles, 60 ametralladoras y 28 cañones, más varios cientos de sables y lanzas de escuadrones de caballería (y algún bombardero alemán Taube que se sumó a la lucha). Buena parte de los efectivos eran árabes. Los aliados contaban con 50.000 hombres incluidas las divisiones montadas Anzac (australianos y neozelandeses –Auckland Mounted Rifles-), pero los turcos disponían de un sistema defensivo imponente con trincheras y reductos en altura como Tel el Saba. Y sobre todo las fuerzas del imperio británico tenían prisa: había que capturar Beersheva para abrevar en sus célebres pozos a los sedientos caballos y hombres, que no aguantarían un día más sin agua.
Tras varios ataques desde la madrugada, los turcos resistían, caía la luz y entonces se decidió lanzar a la caballería ligera australiana por sorpresa, en un audaz coup de main. La acción la protagonizaron dos regimientos de la brigada, el 4º y el 12º, alrededor de 800 jinetes. Dado que acostumbraban a luchar desmontados, no llevaban lanzas ni sables, así que se les ordenó cruzarse los rifles .303 a la espalda y blandir en la mano las bayonetas, que debían ser usadas como espadas durante la carga. La primera parte del recorrido –en total tres kilómetros- la avanzaron al paso, continuaron al trote desplegándose y cargaron. Los turcos, unos 4.400, lanzaron primero obuses y metralla, después fuego de ametralladoras y fusilería. Los defensores, familiarizados con las tácticas de la caballería ligera, imaginaban que los australianos harían como siempre, desmontar y continuar luchando a pie. Así que la carga afull gallop los cogió de improviso y pronto los jinetes quedaron fuera del alcance de la artillería, que no podía ajustar las miras y cuyos proyectiles les pasaban por encima. El fuego de ametralladoras y fusiles hizo caer a varios atacantes, pero estos ya estaban enseguida sobre las trincheras, que en esa zona carecían de la protección de alambradas. Además los caballos sedientos podían oler agua adelante y eran imparables. “Líneas y líneas de jinetes cabalgando, los turcos huyendo y los australianos persiguiéndoles, podíamos ver los caballos saltando las trincheras, polvo por todas partes”, escribió un testigo de la acción, que duró menos de una hora.
El episodio más o menos decisivo aparece en dos películas, Forty Thousand Horsemen (1940) y The Lighthorsemen (1987)
Parte de la caballería aussie siguió hacia la población como un torbellino y otra desmontó para limpiar de enemigos las trincheras y ocuparse de los turcos que se rendían. La caballería australiana capturó 1.148 prisioneros, 10 cañones, cuatro ametralladoras, el aeródromo, la estación de ferrocarril e incontable equipo militar. La carga ha sido comparada por su loco arrojo con la de la caballería ligera británica en Balaclava (1854), pero es obvio que fue mejor. Los jinetes australianos tuvieron 35 muertos y 39 heridos. En el epitafio del soldado Cooke su familia puso: “Deber cumplido con nobleza”. También murieron en la carga 70 caballos (sin epitafio). En la batalla, vista como una revancha de Gallipoli, fallecieron más de un millar de turcos, un centenar en el asalto de los jinetes.
El episodio, más o menos decisivo según las fuentes –hay quien considera que la carga australiana abrió las puertas de Jerusalén, condujo a Damasco y al armisticio turco en octubre de 1918, otros menos románticos relativizan su importancia en el contexto de la batalla y la campaña (véase la definitiva Beersheba, a journey through Australia’s forgotten war, de Paul Daley, Melbourne University Press)- , fue inmortalizado en un cuadro famoso por George Lambert en 1920 y aparece en dos películas, Forty thousand horsemen (1940) y The Lighthorsemen (1987). La acción, como la propia caballería ligera, es un icono de la identidad australiana, al igual que los canguros o Cocodrilo Dundee. En los aniversarios de la batalla se realizan ceremonias y reconstrucciones históricas de la carga en la ciudad israelí de Be’er Sheva (nombre actual de Beersheba) y se inauguró en 2007 una estatua de bronce de un jinete australiano de la época. El pasado abril se reveló que se ha conservado una vieja trompeta que tocó la carga en Beersheba, la del corneta Roy Winter, de 18 años, que atesora su familia.
Como todas las historias de valor esta tiene su lado oscuro (sin contar a los propios muertos y heridos de la batalla). En diciembre de 1918 efectivos de la caballería ligera australiana formaron parte del grupo de soldados, mayormente neozelandeses, que atacaron el pueblo árabe de Surafend y asesinaron a un centenar de sus habitantes, muchos a la bayoneta, en represalia por la muerte del soldado Leslie Lowry en una riña con un beduino. Las tropas australianas y neozelandesas se negaron a identificar a los culpables de la masacre y Allenby, furioso, los calificó a todos de “cobardes y asesinos”. No hubo proceso ni castigo alguno, aunque sí posteriores reparaciones económicas por la acción. Desde entonces la sombra de Surafend se extiende, ay, sobre la gloria de Beersheba.
No quisiera cerrar esta serie sobre la Primera Guerra Mundial sin mencionar un episodio escalofriante relativo a los fusilamientos por cobardía pour encourager les autres (lo cuenta Max Hastings). Cuando el general y conde Maud’huy se encontró con un pelotón que iba a ejecutar a un soldado que había huido en una desbandada general, se detuvo a hablar con él. Le explicó paternalmente la importancia de la disciplina y la necesidad de ejemplo. Reflexionó sobre la necesidad de conocer el precio del fracaso. El soldado asentía esperanzado y el general le estrechó la mano. “La tuya es también una forma de morir por Francia”, le animó. Y ordenó seguir con el fusilamiento.
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