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13 mar 2014

El destino de un hombre


El destino de un hombre
Mijaíl Shólojov


La primera primavera después de la guerra fue en el Alto Don excepcional: llegó impetuosa, y el deshielo se produjo rápido, a un tiempo. A fines de marzo, soplaron de las costas del mar Azov templados vientos y, dos días más tarde, ya estaban completamente desnudas las arenas de la margen izquierda del Don; se alzó, abombándose, la nieve que llenaba barranquillos y cañadas, mientras los riachuelos de la estepa, rompiendo el hielo, corrían retozones, primaverales, y los caminos se ponían casi intransitables.

En esa mala época de caminos anegados me cupo en suerte ir a la stanitsa de Bukanovskaia. Y aunque la distancia no era grande —cerca de sesenta kilómetros— no resultó tan fácil recorrerla. En compañía de unos camaradas, partí antes de salir el sol. Un par de caballos bien cebados, tensos como cuerda de guitarra los tirantes de los arneses, apenas podían arrastrar el pesado carricoche. Las ruedas se hundían hasta las pezoneras en la arena, húmeda, mezclada con nieve y hielo, y al cabo de una hora, en los ijares de los caballos y en sus ancas, bajo las finas correas de las retranquillas, aparecía ya una espuma abundante, blanca como de jabón, mientras el aire puro de la mañana se llenaba de un olor acre y embriagador a sudor de caballo y al recalentado alquitrán con que fueran pródigamente embadurnados los arreos.

En los lugares más penosos para los caballos, saltábamos del carricoche y seguíamos a pie.

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