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3 abr 2014

Reformatorio de Oviedo


Eugenio Suárez 
Menudean las noticias interpretadas por las relaciones ácidas entre menores y sus padres. Una vez es la mamá la que le arrea a la díscola niña con una zapatilla, otra es la colleja al muchacho que no se despega de la tele. Cada vez con mayor frecuencia se produce la agresión al revés; el o la adolescente que se revuelve y arremete contra los progenitores o, de forma más sutil, los denuncia y encuentra jueces y juezas que castigan el privilegio aceptado de corregir las rebeldías con una bofetada o unos azotes.


Esto ha sucedido en todo tiempo, sin la publicidad actual ni el prejuicio tontorrón de ponerse al lado del más joven, como si esa condición fuese una garantía de inocencia. Se habla otra vez de los reformatorios de menores, que no sé cuándo fueron abolidos, ni creados. Quiero tratar el asunto como un remoto recuerdo: en la adolescencia, y por motivos ciertamente justificados, mis padres me entregaron al brazo recio de unos fornidos religiosos que se hacían cargo de los rebeldes sin causa entre los que, por mi mala cabeza, me alineaba.

Hablo de los años treinta. Carece de interés documentar esas zonas del pasado, porque las experiencias -fueron dos- de poco sirvieron y son de escaso provecho. Dice de ellos el Padre Espasa: «Cierto asilo oficial para jóvenes viciosos o delincuentes, en el cual se procura, por medio de la disciplina y por la acción educadora levantar el ánimo de aquellos en su decaimiento moral y hacerles capaces de usar dignamente de los derechos y deberes del buen ciudadano». A ver quien lo expresa de forma más idónea e inútil.

No se refería expresamente al lugar donde acabaron primero mis tiernos huesos, el entonces famoso Santa Rita, ubicado en las afueras de Madrid. Entre aquellos muros, las familias españolas confinaban a los díscolos retoños. Los hermanos alternaban dosis de ética, moralidad y repaso de asignaturas, con eficaces guantazos, sin que me quede memoria de lo uno ni lo otro.

Las renovadoras costumbres que trajo el régimen republicano -pues sobrevivieron estos centros- impulsaron a mis progenitores a estimar que el enderezamiento del vástago, ansioso de hundirse en la depravación, era más seguro bajo la férula de aquellos cuidadores. Me sacaron de Santa Rita, porque era una decisión privada, pero el segundo tropiezo con la Ley no tuvo nada de voluntario. En la senda del delito, me volví a escapar de casa -probablemente un año después- aventura en la que arrastré a un hermano menor y otros dos secuaces, una germinal «banda de los cuatro» cuyo destino eran las amplias praderas americanas donde capturar búfalos y bisontes -sin especial predilección- y la posterior comercialización y venta de sus pieles. La ausencia del hogar alarmó a las tres familias que hubieron de solicitar el concurso de la policía para recuperarnos. La correría terminó horas después, al detenerse el expreso de Andalucía en la estación de Aranjuez, donde unos agentes recogieron los cuerpos molidos de los frustrados trotamundos. El hermano y los otros dos eran menores intocables, pero yo entraba en la edad penal, lo que me confinó en el Reformatorio de Menores del Príncipe Alfonso (así es como figura en mis reminiscencias, aunque la República debería estar en su tercer año). Aquello era otra cosa. Me pelaron, me facilitaron un guardapolvos gris, y al tercer día de incomunicación un funcionario me alineó con los demás acogidos y fuimos en fila hasta la huerta, donde hice los primeros pasos en la agricultura con una pala entre las manos.

Los tranquilizados ya, pero muy confusos y desasosegados parientes, llegaron hasta el despacho del director, quien me arrancó del surco para destinarme a la siempre desierta biblioteca. No disfruté mucho de la compañía de los facinerosos adolescentes. Uno de ellos empezó a iniciarme en el arte de los carteristas, donde era considerado como una firme promesa. Sobreseído el procedimiento judicial con el futuro criminal truncado, regresé al tibio afecto de la tribu, sin ulteriores reincidencias por el estilo. Es una evocación personal sobre la que han pasado casi ochenta años... Creo que el meollo de la cuestión reside en que los delincuentes juveniles tengan un lugar al que volver, requisito previo y creo que único. De poco sirven los castigos si se regresa al ambiente viciado y eso que mi familia era intachable, unida por el cariño y el respeto.

No recuerdo castigos corporales en la segunda experiencia, pero sí que el revoltijo de miseria moral y abandono de aquellos muchachos eran un acicate para alejarse de ellos. La pérdida de la libertad más primaria y los bajos y lineales instintos de los asilados, al menos en mi caso, obraron en sentido positivo. Entre una prometedora existencia delictiva y las pretensiones de contribuir al exterminio de los búfalos en las grandes praderas, allí estaba, como una roca, el calor de una célula familiar, la verdad es que menospreciada.

La violencia sólo aplaca y recompensa al que la ejerce, lo que no es poco, pero algo habría que reinventar para esos casos extremos que hieren nuestra sensibilidad. Porque la mayoría de aquellos tiernos galeotes parecían capaces de cualquier cosa, aunque dudo que se les hubiera pasado por las mientes agredir al padre o a la madre. No había democracia para tanto.

Creo que estoy dando ideas peligrosas y que, tras un breve calentamiento en el Congreso de Diputados puede lanzarnos el señor Rodríguez Zapatero la idea de un ministerio de Menores donde equilibrar la casi descabalada cuota de mujeres, hombres y demás.

eugeniosuarez@terra.es

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