La utilidad de un rey
Don Juan Carlos se hizo cargo de la Jefatura del Estado en momentos mucho más difíciles que los que ahora vivimos
JUAN LUIS Cebrián 2 JUN 2014
Es comentario habitual entre algunos de los integrantes de las monarquías europeas que la institución de la Corona, allí donde existe, pervivirá mientras siga siendo útil a la ciudadanía de sus respectivos países. Si este es el criterio por el que habría que medir la gestión del rey Juan Carlos, sería fácil otorgarle un sobresaliente cum laude.
Tildado por Santiago Carrillo, en la agonía del franquismo, como Juan Carlos El Breve, el propio secretario general del Partido Comunista Español acabó reconociendo los grandes servicios que el Rey prestó a la causa de la democracia y de la libertad de los españoles, y que explican por sí solos la larga duración de su reinado. Es más que probable que, aun sin la Corona, la España posterior a la dictadura hubiera conseguido la instauración de un régimen democrático. Pero con toda seguridad hubiera sido mayor el precio por pagar y más difícil el camino por recorrer. La presencia y actitud del Monarca, definido en su día por un líder político como el motor del cambio, resultaron definitivas a la hora de la modernización de nuestro país, su inclusión en el concierto de las naciones defensoras de las libertades democráticas, y la obtención de la estabilidad política y social que hemos vivido durante las últimas décadas. Quienes de una manera u otra formamos parte de la generación de la Transición somos testigos de ello. Por eso el Rey gozó desde hora temprana del apoyo y reconocimiento de los partidos políticos y organizaciones sociales que respondían a emociones republicanas, pero para los que era prioritaria la recuperación de las libertades.
No nos encontramos sólo ante un relevo generacional, sino ante un cambio de época en el que nuevamente la institución puede y debe servir de ayuda a la hora de solventar los serios problemas que enfrentamos
La sucesión en el trono se va a producir en momentos especialmente delicados de la vida española, acosados los ciudadanos por la crisis económica, desorientada la clase política, huérfano el país de los liderazgos necesarios, e inmerso en una confusión que amenaza tanto la cohesión territorial como la social. De forma que la utilidad de la institución monárquica sigue siendo un buen parámetro a la hora de apoyar esta nueva verdadera transición que constituye la asunción del trono por el Príncipe de Asturias. No nos encontramos sólo ante un relevo generacional, sino ante un cambio de época en el que nuevamente la institución puede y debe servir de ayuda a la hora de solventar los serios problemas que enfrentamos. Sin duda el más evidente desde el punto de vista estructural es la desafección creciente hacia el Estado que se percibe en Cataluña. La exasperante pasividad del Gobierno a este respecto no ha hecho sino empeorar las cosas. Por eso, si ya parecía evidente que era precisa una reforma constitucional que garantizara la continuidad del sistema emanado de la Transición, el paso dado este mismo lunes por el Rey la justifica aún más.
Para los que temen en este sentido verse abrumados por la acumulación de problemas, como pretexto para no enfrentarlos, conviene recordar que don Juan Carlos se hizo cargo de la Jefatura del Estado en momentos mucho más difíciles que los que ahora vivimos, y con menos resortes para responder a la situación. Una reforma adecuada del sistema constitucional, pactada entre las fuerzas políticas y sometida a la consulta y aprobación de los españoles, ayudaría mucho a que el reinado de don Felipe, a quien nadie atribuye hoy el adjetivo de Breve, sea tan fructífero y duradero como el de su padre.
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